Uno de los reproches más frecuentes lanzados contra la DeclaraciónUniversal de los Derechos Humanos consiste en afirmar que no se trata de algo verdaderamente “real”, sino que se disuelve en buenas intenciones sin carácter vinculante ni fuerza jurídica. Haciendo abstracción de la existencia del Tribunal Internacional de La Haya ( cuya eficacia hoy día, sin embargo, aún dista bastante de ser satisfactoria), habría que matizar lo de “vinculante”. Los DDHH no son fáctica ni jurídicamente vinculantes, pero sí moralmente vinculantes. La razón es que los DDHH no son hechos físicos ni biológicos, sino valores espirituales que se rigen por una lógica distinta a la lógica de los hechos.
La labor de
fundamentación de lo que podríamos denominar un “punto de vista moral” (es
decir, aquel punto de vista encargado de captar, defender y promover valores)
posee una doble característica. Por un lado, adoptar una naturaleza pragmática.
Y, por otro, ser consciente de que su desarrollo ha de transitar por aquellos
senderos que, de un modo muy parecido al razonamiento matemático, se despliegan
“a contrapelo”, lo que se conoce clásicamente por reductio
ad absurdum. Veamos un poco en detalle cada una de estas dos
características.
Por fundamentación
pragmática de un concepto o de una teoría –en general, de cualquier
planteamiento teórico- se ha de entender aquella fundamentación que dirige su
mirada al resultado pragmático, conductual, derivado de la aceptación de dicho
planteamiento. En este sentido, la clave de una fundamentación pragmática
consiste en captar en qué tipo de seres nos convierte la asunción y
defensa de tal concepto o tal teoría. No es lo mismo, por ejemplo, creer en
un Dios “católico” que creer en un Dios “luterano”, ni es lo mismo creer en
algún tipo de Dios que no creer en ninguno. Las consecuencias prácticas nos
hablan de la estructura teórica de las creencias, permitiéndonos comprenderlas
y juzgarlas en función de la conducta que generan. Ahora bien, si hemos de
plantear bien las cosas, hay que decir que una fundamentación pragmática de una
teoría no se resuelve en la trivialidad de una pregunta como ¿para qué sirve
ser creyente o no serlo? a no ser situándonos en un marco
pragmático-trascendental encargado de elevar el tono de la pregunta: ¿en qué
contribuye este concepto o esta teoría o esta creencia a la emancipación de la
humanidad? ¿Cuáles son los resultados morales de la aceptación
de tal o cual creencia? (Normalmente este discurso debe desarrollarse en
tercera persona. Incluso el personaje de Unamuno, Manuel Bueno,
debía situar ahí su reflexión siempre –eso sí- que no se le ocurriera aplicarla
a sí mismo). Pues bien, en este sentido puede sostenerse que el apoyo a la
Declaración Universal de los DDHH viene a fundamentarse en el hecho
de que sus consecuencias prácticas hacen mejor a quien presta dicho apoyo. La
cuestión entonces no es ya responder a la hipotética pregunta de dónde se
encuentran los DDHH (pues, al no ser hechos físicos ni comprobables, no se
encuentran en ningún sitio, lo que da pie a empiristas como Rorty a negar
absolutamente su existencia y, por tanto, su validez), sino responder a la
pregunta pragmático-trascendental por excelencia: ¿qué consecuencias morales
producen en mí la asunción, defensa y difusión de los DDHH?
La segunda
característica señalada hace un momento, la de la fundamentación “a la contra”,
se encuentra estrechamente ligada a todo lo que acaba de señalarse. Si la
explicación de por qué asumir, defender y difundir el contenido de los DDHH se
basa en sus consecuencias morales, quiere decirse que la única manera de
reforzar tal género de fundamentación sólo puede consistir en esta otra
pregunta: ¿qué nos ocurriría como seres morales si no defendiésemos la
Declaración Universal de los DDHH? ¿En qué nos convertiría una
indiferencia –por no hablar ya de una beligerancia- en este sentido? Parecido a
aquel lema coreado en una manifestación a favor de la Escuela
Pública en Alemania (“si la enseñanza les parece cara, prueben con la
ignorancia”), el planteamiento aquí señalado bien podría decir algo así como
“si las cosas no van nada bien bajo el pabellón de los DDHH, imaginemos cómo
irían sin él”.
Naturalmente, todo
cuanto se lleva dicho viene a basarse, como todo planteamiento teórico que no
sea circular, en un entramado teórico a priori que se ha de dar por supuesto.
Tal entramado teórico no es otro que éste: la asunción de cualquier
planteamiento teórico y práctico ha de apoyarse, implícita o explícitamente, lo
quiera o no, en una amplia antropología encargada de darle sentido y solidez.
En este sentido, la antropología que respalda la asunción del contenido de los
DDHH posee una naturaleza clara e inequívocamente moral que
viene a definirse en los términos que vienen a continuación. El ser humano es un
ser absolutamente sagrado cuya plena realización exige el establecimiento de
una ética teleológica encargada de señalar que no vale cualquier realización de
la humanidad, sino sólo aquélla que garantiza el despliegue total de todas sus
potencialidades, tanto las físicas como las espirituales. En este mismo
sentido, es fácilmente constatable –no en la realidad, por desgracia, sino en
la conciencia del ser que se tome la molestia de pensar coherentemente este
asunto- que la humanidad no está en la Tierra para hacer
daño o recibirlo, sino para comprender y compadecerse del
dolor de los demás hombres (y de los animales). No hay religión ni metafísica
que no responda, cada una a su manera, este tipo de cuestiones. ¿Para qué
estamos en el universo y qué debemos hacer en él? Probablemente no haya
cuestionamientos más profundos y decisivos (y más angustiosos, si hemos de
decirlo todo) que estos dos.
Pues bien, los DDHH caen
en esta órbita. También aquí cabe la pregunta de si tales derechos contribuyen
–y en qué medida- a la plena realización física y espiritual del género humano.
Por eso la única manera coherente de abordar la
Declaración Universal de los DDHH es una manera idealista.
Cualquier forma empirista de enfrentarse a ellos (en unos planos psicológico,
sociológico, histórico, etc.) no tiene por qué carecer de utilidad, ni mucho
menos, pero la validez interna de los DDHH sólo puede depender
de una consideración fenomenológica –en la propia conciencia- del compromiso a
que desde el principio nos ata su simple mención.
Y con ello llegamos al
punto más peliagudo y decisivo de este asunto, a su sancta sanctórum.
Si el entramado a priori del que, teniendo en cuenta todo lo señalado hasta el
momento, se ha de partir necesariamente (si es que queremos dotar de sentido a
la existencia “moral” de los DDHH) posee una naturaleza muy parecida a la de
los axiomas –pensemos en axiomas lógicos o matemáticos-, quiere decirse que la
aceptación de tal axioma –hombre como ser sagrado- obliga a asumir el contenido
de los DDHH. Eso debemos aceptarlo por la fuerza lógica del nexo entre tales
derechos y el axioma en cuestión. Pero ¿qué razón nos obliga a aceptar el
axioma? Supongamos que partimos de un entramado axiomático (a = b, b = c). La
aceptación de la conclusión es obligatoria (a = c), pero no lo es la aceptación
de dicho entramado. ¿Estamos en la misma situación a la hora de enfrentarnos a
la obligatoriedad de asumir los DDHH? Si esta asunción fuera asimilable al del
ejemplo recién mencionado, tendríamos que aceptar que el aserto “nadie tiene
derecho a cargar de cadenas a un semejante” se deriva lógicamente (y, por
tanto, obligatoriamente) del aserto axiomático “el hombre posee el derecho
innato a la libertad”, aserto que, sin embargo, nos es posible rechazar de la
misma manera que antes hemos rechazado que a sea igual a b y b,
migual a c.
Por eso precisamente es
peliagudo este asunto. La cuestión depende de si nos es posible rechazar –y
desde dónde- el axioma (o entramado a priori) a la hora de abordar la solidez
de los DDHH. La verdad es que depende del plano teórico en que nos situemos. Si
se trata de un plano estrictamente lógico, la respuesta es positiva. Podemos
rechazar, en efecto, por lógicamente innecesario –como todo axioma- el axioma
del derecho innato a la libertad desbaratando así la conexión entre este
derecho y la inadmisibilidad moral del hombre cargado de cadenas. Sin embargo,
estamos hablando de situaciones concretas que contienen elementos de daño y de
dolor, y eso nos impide adoptar un punto de vista meramente “lógico” y nos
obliga –en conciencia- a adoptar un punto de vista que impida rechazar el
entramado a priori encargado de respaldar la Declaración Universal de
los DDHH. Que el hombre es un ser absolutamente sagrado refleja una “verdad
moral” residente en la conciencia y, por ello mismo, una intuición que resulta
irrechazable para cualquier humano que aspire a “dar la talla” como tal. La
teoría de las ideas innatas de Platón (que, como ya dijera Gadamer, posee un
pobre rendimiento teórico pero un excelente rendimiento pragmático al oponerse
a la intuición de la mente “en blanco”), o la concepción kantiana de la
conciencia a priori del deber son dos de los múltiples ejemplos de la defensa
de un planteamiento idealista de la existencia humana. Tal género de
planteamientos no carece, desde luego, de una naturaleza circular –exactamente
igual que los planteamientos contrarios-, pero su honradez está fuera de toda
duda.
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