9/12/12

DERECHOS HUMANOS ¿UNA ESTUPIDEZ SUBIDA EN ZANCOS? Luis Martínez de Velasco




Uno de los reproches más frecuentes lanzados contra la DeclaraciónUniversal de los Derechos Humanos consiste en afirmar que no se trata de algo verdaderamente “real”, sino que se disuelve en buenas intenciones sin carácter vinculante ni fuerza jurídica. Haciendo abstracción de la existencia del Tribunal Internacional de La Haya ( cuya eficacia hoy día, sin embargo, aún dista bastante de ser satisfactoria), habría que matizar lo de “vinculante”. Los DDHH no son fáctica ni jurídicamente vinculantes, pero sí moralmente vinculantes. La razón es que los DDHH no son hechos físicos ni biológicos, sino valores espirituales que se rigen por una lógica distinta a la lógica de los hechos.

    

No pocos filósofos, tanto del pasado como del presente, ponen en muy serias dudas la existencia de los DDHH más allá de ser un simple expediente retórico sin ningún género de fundamento racional. Ya en su época los calificaba Jeremy Bentham de nonsense upon stilts, de estupidez muy empingorotada. Otros ilustres detractores de los DDHH (en su época se trataba de la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano promulgada en Virginia en 1776) fueron el reverendo protestante Malthus y el filósofo alemán Hegel. En la actualidad, uno de los representantes más ilustres de los detractores de los DDHH ha sido Richard Rorty. Para Rorty, los DDHH carecen por completo de realidad al no poseer ninguna dimensión biológica o física. En este sentido, el ser humano, reducido a su simple corporeidad material, no posee nada parecido a unos derechos invisibles, fantasmales, que carecen de un “aquí” y un “ahora” localizables. Fácilmente se cae en la cuenta de que la posición de Rorty (que, leída en clave política, viene a significar que ningún ser humano tiene derechos ¿podemos imaginar el terrible alcance de esta afirmación?) se fundamenta en un empirismo radical que niega verdad a lo que carece de realidad, esto es, a lo que no se puede observar y comprobar en la experiencia. Claro que nada de esto habría de suponer ningún menoscabo a los DDHH, pues éstos, como se ha apuntado más arriba, no son hechos sino valores. Ahora bien, ¿significa eso que, al no ser comprobables en la experiencia, carecen de verdad y por ello han de ser desechados?  ¿O más bien apunta a la necesidad de ensanchar el concepto de verdad más allá de los estrechos parámetros empiristas hasta alcanzar la “dureza” de lo que podríamos denominar una verdad moral? Que un hombre se vea cargado de cadenas, por ejemplo, es algo que resulta fácilmente comprobable en la experiencia (como si dijéramos es “fotografiable”), pero ¿cómo comprobar en la experiencia el aserto “no hay derecho a encadenar a nadie”? Se trata de un valor, de manera que sólo puede ser constatado en la conciencia de quien ha pronunciado tal aserto. Enseguida desarrollaremos este punto.


      La labor de fundamentación de lo que podríamos denominar un “punto de vista moral” (es decir, aquel punto de vista encargado de captar, defender y promover valores) posee una doble característica. Por un lado, adoptar una naturaleza pragmática. Y, por otro, ser consciente de que su desarrollo ha de transitar por aquellos senderos que, de un modo muy parecido al razonamiento matemático, se despliegan “a contrapelo”, lo que se conoce  clásicamente por reductio ad absurdum. Veamos un poco en detalle cada una de estas dos características.


      Por fundamentación pragmática de un concepto o de una teoría –en general, de cualquier planteamiento teórico- se ha de entender aquella fundamentación que dirige su mirada al resultado pragmático, conductual, derivado de la aceptación de dicho planteamiento. En este sentido, la clave de una fundamentación pragmática consiste en captar en qué tipo de seres nos convierte la asunción y defensa de tal concepto o tal teoría. No es lo mismo, por ejemplo, creer en un Dios “católico” que creer en un Dios “luterano”, ni es lo mismo creer en algún tipo de Dios que no creer en ninguno. Las consecuencias prácticas nos hablan de la estructura teórica de las creencias, permitiéndonos comprenderlas y juzgarlas en función de la conducta que generan. Ahora bien, si hemos de plantear bien las cosas, hay que decir que una fundamentación pragmática de una teoría no se resuelve en la trivialidad de una pregunta como ¿para qué sirve ser creyente o no serlo? a no ser situándonos en un marco pragmático-trascendental encargado de elevar el tono de la pregunta: ¿en qué contribuye este concepto o esta teoría o esta creencia a la emancipación de la humanidad? ¿Cuáles son los resultados morales de la aceptación de tal o cual creencia? (Normalmente este discurso debe desarrollarse en tercera persona. Incluso el personaje de Unamuno,  Manuel Bueno, debía situar ahí su reflexión siempre –eso sí- que no se le ocurriera aplicarla a sí mismo). Pues bien, en este sentido puede sostenerse que el apoyo a la Declaración Universal de los DDHH viene a fundamentarse en el hecho de que sus consecuencias prácticas hacen mejor a quien presta dicho apoyo. La cuestión entonces no es ya responder a la hipotética pregunta de dónde se encuentran los DDHH (pues, al no ser hechos físicos ni comprobables, no se encuentran en ningún sitio, lo que da pie a empiristas como Rorty a negar absolutamente su existencia y, por tanto, su validez), sino responder a la pregunta pragmático-trascendental por excelencia: ¿qué consecuencias morales producen en mí la asunción, defensa y difusión de los DDHH?


      La segunda característica señalada hace un momento, la de la fundamentación “a la contra”, se encuentra estrechamente ligada a todo lo que acaba de señalarse. Si la explicación de por qué asumir, defender y difundir el contenido de los DDHH se basa en sus consecuencias morales, quiere decirse que la única manera de reforzar tal género de fundamentación sólo puede consistir en esta otra pregunta: ¿qué nos ocurriría como seres morales si no defendiésemos la Declaración Universal de los DDHH? ¿En qué nos convertiría una indiferencia –por no hablar ya de una beligerancia- en este sentido? Parecido a aquel lema coreado en una manifestación a favor de la Escuela Pública en Alemania (“si la enseñanza les parece cara, prueben con la ignorancia”), el planteamiento aquí señalado bien podría decir algo así como “si las cosas no van nada bien bajo el pabellón de los DDHH, imaginemos cómo irían sin él”.


      Naturalmente, todo cuanto se lleva dicho viene a basarse, como todo planteamiento teórico que no sea circular, en un entramado teórico a priori que se ha de dar por supuesto. Tal entramado teórico no es otro que éste: la asunción de cualquier planteamiento teórico y práctico ha de apoyarse, implícita o explícitamente, lo quiera o no, en una amplia antropología encargada de darle sentido y solidez. En este sentido, la antropología que respalda la asunción del contenido de los DDHH posee una naturaleza clara e inequívocamente moral que viene a definirse en los términos que vienen a continuación. El ser humano es un ser absolutamente sagrado cuya plena realización exige el establecimiento de una ética teleológica encargada de señalar que no vale cualquier realización de la humanidad, sino sólo aquélla que garantiza el despliegue total de todas sus potencialidades, tanto las físicas como las espirituales. En este mismo sentido, es fácilmente constatable –no en la realidad, por desgracia, sino en la conciencia del ser que se tome la molestia de pensar coherentemente este asunto- que la humanidad no está en la Tierra para hacer daño o recibirlo, sino para comprender y compadecerse del dolor de los demás hombres (y de los animales). No hay religión ni metafísica que no responda, cada una a su manera, este tipo de cuestiones. ¿Para qué estamos en el universo y qué debemos hacer en él? Probablemente no haya cuestionamientos más profundos y decisivos (y más angustiosos, si hemos de decirlo todo) que estos dos.


      Pues bien, los DDHH caen en esta órbita. También aquí cabe la pregunta de si tales derechos contribuyen –y en qué medida- a la plena realización física y espiritual del género humano. Por eso la única manera coherente de abordar la Declaración Universal de los DDHH es una manera idealista. Cualquier forma empirista de enfrentarse a ellos (en unos planos psicológico, sociológico, histórico, etc.) no tiene por qué carecer de utilidad, ni mucho menos, pero la validez interna de los DDHH sólo puede depender de una consideración fenomenológica –en la propia conciencia- del compromiso a que desde el principio nos ata su simple mención.


      Y con ello llegamos al punto más peliagudo y decisivo de este asunto, a su sancta sanctórum. Si el entramado a priori del que, teniendo en cuenta todo lo señalado hasta el momento, se ha de partir necesariamente (si es que queremos dotar de sentido a la existencia “moral” de los DDHH) posee una naturaleza muy parecida a la de los axiomas –pensemos en axiomas lógicos o matemáticos-, quiere decirse que la aceptación de tal axioma –hombre como ser sagrado- obliga a asumir el contenido de los DDHH. Eso debemos aceptarlo por la fuerza lógica del nexo entre tales derechos y el axioma en cuestión. Pero ¿qué razón nos obliga a aceptar el axioma? Supongamos que partimos de un entramado axiomático (a = b, b = c). La aceptación de la conclusión es obligatoria (a = c), pero no lo es la aceptación de dicho entramado. ¿Estamos en la misma situación a la hora de enfrentarnos a la obligatoriedad de asumir los DDHH? Si esta asunción fuera asimilable al del ejemplo recién mencionado, tendríamos que aceptar que el aserto “nadie tiene derecho a cargar de cadenas a un semejante” se deriva lógicamente (y, por tanto, obligatoriamente) del aserto axiomático “el hombre posee el derecho innato a la libertad”, aserto que, sin embargo, nos es posible rechazar de la misma manera que antes hemos rechazado que a sea igual a b y b, migual a c.


      Por eso precisamente es peliagudo este asunto. La cuestión depende de si nos es posible rechazar –y desde dónde- el axioma (o entramado a priori) a la hora de abordar la solidez de los DDHH. La verdad es que depende del plano teórico en que nos situemos. Si se trata de un plano estrictamente lógico, la respuesta es positiva. Podemos rechazar, en efecto, por lógicamente innecesario –como todo axioma- el axioma del derecho innato a la libertad desbaratando así la conexión entre este derecho y la inadmisibilidad moral del hombre cargado de cadenas. Sin embargo, estamos hablando de situaciones concretas que contienen elementos de daño y de dolor, y eso nos impide adoptar un punto de vista meramente “lógico” y nos obliga –en conciencia- a adoptar un punto de vista que impida rechazar el entramado a priori encargado de respaldar la Declaración Universal de los DDHH. Que el hombre es un ser absolutamente sagrado refleja una “verdad moral” residente en la conciencia y, por ello mismo, una intuición que resulta irrechazable para cualquier humano que aspire a “dar la talla” como tal. La teoría de las ideas innatas de Platón (que, como ya dijera Gadamer, posee un pobre rendimiento teórico pero un excelente rendimiento pragmático al oponerse a la intuición de la mente “en blanco”), o la concepción kantiana de la conciencia a priori del deber son dos de los múltiples ejemplos de la defensa de un planteamiento idealista de la existencia humana. Tal género de planteamientos no carece, desde luego, de una naturaleza circular –exactamente igual que los planteamientos contrarios-, pero su honradez está fuera de toda duda.

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