LIBROS Y ARTÍCULOS DE LUIS MARTÍNEZ DE VELASCO


EL ESPEJISMO DE LA ECONOMÍA

De la crisis económica a la deriva moral

                

TRES CONSIDERACIONES PRELIMINARES


                                                         
                                                           1

El mundo siempre ha sido como es ahora, las cosas son evidentes, etc.  Ésos eran los argumentos, vertebrados en torno al empirismo de la evidencia y el “sentido común”, que esgrimían los escolásticos tardíos contra los defensores de la teoría heliocéntrica.


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No sólo la ciencia de la economía, también su objeto, la economía misma, deberían reflejar una estructura racional, sencilla y transparente. En lugar de eso, han terminado convirtiéndose en algo oscuro, complicado y profundamente irracional (al igual que el empirismo del “sentido común” ptolemaico obligaba en la astronomía a asumir una abigarrada y complicadísima imagen hecha a base de esferas, deferentes, ecuantes, epiciclos, etc.).  Dicho con brevedad: la economía –como objeto y como ciencia- ha terminado convirtiéndose en un espejismo. De buena parte de los economistas actuales, que suelen ser caricaturizados en la prensa con el disfraz de magos, puede decirse lo que decía Stendhal de los escritores oscuros: o se auto-engañan o intentan engañar.





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1. Los hechos económicos, y en general los hechos de índole social, nunca son naturales ni inmediatos. Son hechos interpretados, dirigidos, creados. Son hechos artificiales.

2. Hay que comprender en todo su alcance el contenido del parágrafo 6.41 del Tractatus de Wittgenstein: “El sentido del mundo queda fuera de él. En el mundo todo es como es y sucede como sucede. No hay en él ningún valor. […] [Si hay algo que sea un valor] debe quedar necesariamente fuera del mundo”.
Así, pues, los valores son los encargados de configurar desde fuera el mundo de la economía mediante un doble registro: por una parte, construyendo directamente hechos económicos (es decir, percibidos como hechos económicos) y por otra, generando interpretaciones de hechos económicos.
Ningún hecho es capaz de refutar una interpretación, sobre todo si ésta traslada una y otra vez la realización de su contenido a un futuro siempre inalcanzable. (Doble registro de las interpretaciones deshonestas: falacia naturalista y profecía autocumplida).
A la hora de interpretar resulta absolutamente crucial la honestidad del intérprete.

3. Los valores son iguales sólo desde el punto de vista de la forma, pues son todos ellos a priori, aunque no por su origen, sino por su función a la hora de configurar / explicar el mundo.

3.1. Si el sujeto que  establece y usa valores  es consciente de lo que está haciendo, sus valores son presupuestos. Si no es consciente o actúa con deshonestidad fingiendo no ser consciente, sus valores se convierten en prejuicios. Los presupuestos son –y se presentan como- revisables. Los prejuicios no. (Precisamente uno de los prejuicios más arraigados en la actual teoría económica consiste en concebir una convención social como si fuese algo “natural” y evidente, de “sentido común”).

3.2. Todas las decisiones económicas o de otro tipo dependen de escalas de prioridades, y éstas dependen de valores. No hay, por tanto, prioridades absolutas ni objetivas ni neutrales.


4.  Atendiendo al contenido de los valores éstos se despliegan a lo largo de una línea vertical que refleja una jerarquización moral. No todos los valores valen lo mismo. Han de pasar la prueba del dolor que pueden llegar a ocasionar. En este sentido, la mejor economía es la que menos dolor genera o la que consigue minimizar daños en todo lo posible. Por eso resulta decisivo comenzar demoliendo el actual prejuicio liberal que conecta la economía con una disciplina y un sacrificio irracionales.

5.  La economía es una simple herramienta. Si no funciona hay que cambiarla.


                        

                               

                              

                                NOTA INTRODUCTORIA

                                     

En una entrevista a la filósofa y socióloga holandesa Saskia Sassen , hablando de la vigencia durante las décadas de los cincuenta y sesenta  del modelo keynesiano de consumo a gran escala, nos dice: “cada hogar suponía una nueva nevera, una nueva televisión, nuevos muebles… Todo nuevo. Se generó un círculo vicioso positivo. Teníamos un sistema basado en el consumo. Fuera o no fuera necesario, era vital seguir consumiendo”.  –“¿Y ahora?” –pregunta la periodista. “Ahora –responde Sassen- se ha roto la cadena. El salario del trabajador ya no hace posible mantener el consumo”


(Introducción del libro)

















                                        DERECHOS HUMANOS                                                                                 
                        ¿UNA ESTUPIDEZ SUBIDA EN ZANCOS?

                                                                         Luis Martínez de Velasco
           

Uno de los reproches más frecuentes lanzados contra la Declaración Universal de los Derechos Humanos consiste en afirmar que no se trata de algo verdaderamente “real”, sino que se disuelve en buenas intenciones sin carácter vinculante ni fuerza jurídica. Haciendo abstracción de la existencia del Tribunal Internacional de La Haya ( cuya eficacia hoy día, sin embargo, aún dista bastante de ser satisfactoria), habría que matizar lo de “vinculante”. Los DDHH no son fáctica ni jurídicamente vinculantes, pero sí moralmente vinculantes. La razón es que los DDHH no son hechos físicos ni biológicos, sino valores espirituales que se rigen por una lógica distinta a la lógica de los hechos.
           
No pocos filósofos, tanto del pasado como del presente, ponen en muy serias dudas la existencia de los DDHH más allá de ser un simple expediente retórico sin ningún género de fundamento racional. Ya en su época los calificaba Jeremy Bentham de nonsense upon stilts, de estupidez muy empingorotada. Otros ilustres detractores de los DDHH (en su época se trataba de la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano promulgada en Virginia en 1776) fueron el reverendo protestante Malthus y el filósofo alemán Hegel. En la actualidad, uno de los representantes más ilustres de los detractores de los DDHH ha sido Richard Rorty. Para Rorty, los DDHH carecen por completo de realidad al no poseer ninguna dimensión biológica o física. En este sentido, el ser humano, reducido a su simple corporeidad material, no posee nada parecido a unos derechos invisibles, fantasmales, que carecen de un “aquí” y un “ahora” localizables. Fácilmente se cae en la cuenta de que la posición de Rorty (que, leída en clave política, viene a significar que ningún ser humano tiene derechos ¿podemos imaginar el terrible alcance de esta afirmación?) se fundamenta en un empirismo radical que niega verdad a lo que carece de realidad, esto es, a lo que no se puede observar y comprobar en la experiencia. Claro que nada de esto habría de suponer ningún menoscabo a los DDHH, pues éstos, como se ha apuntado más arriba, no son hechos sino valores. Ahora bien, ¿significa eso que, al no ser comprobables en la experiencia, carecen de verdad y por ello han de ser desechados?  ¿O más bien apunta a la necesidad de ensanchar el concepto de verdad más allá de los estrechos parámetros empiristas hasta alcanzar la “dureza” de lo que podríamos denominar una verdad moral? Que un hombre se vea cargado de cadenas, por ejemplo, es algo que resulta fácilmente comprobable en la experiencia (como si dijéramos es “fotografiable”), pero ¿cómo comprobar en la experiencia el aserto “no hay derecho a encadenar a nadie”? Se trata de un valor, de manera que sólo puede ser constatado en la conciencia de quien ha pronunciado tal aserto. Enseguida desarrollaremos este punto.

            La labor de fundamentación de lo que podríamos denominar un “punto de vista moral” (es decir, aquel punto de vista encargado de captar, defender y promover valores) posee una doble característica. Por un lado, adoptar una naturaleza pragmática. Y, por otro, ser consciente de que su desarrollo ha de transitar por aquellos senderos que, de un modo muy parecido al razonamiento matemático, se despliegan “a contrapelo”, lo que se conoce  clásicamente por reductio ad absurdum. Veamos un poco en detalle cada una de estas dos características.

            Por fundamentación pragmática de un concepto o de una teoría –en general, de cualquier planteamiento teórico- se ha de entender aquella fundamentación que dirige su mirada al resultado pragmático, conductual, derivado de la aceptación de dicho planteamiento. En este sentido, la clave de una fundamentación pragmática consiste en captar en qué tipo de seres nos convierte la asunción y defensa de tal concepto o tal teoría. No es lo mismo, por ejemplo, creer en un Dios “católico” que creer en un Dios “luterano”, ni es lo mismo creer en algún tipo de Dios que no creer en ninguno. Las consecuencias prácticas nos hablan de la estructura teórica de las creencias, permitiéndonos comprenderlas y juzgarlas en función de la conducta que generan. Ahora bien, si hemos de plantear bien las cosas, hay que decir que una fundamentación pragmática de una teoría no se resuelve en la trivialidad de una pregunta como ¿para qué sirve ser creyente o no serlo? a no ser situándonos en un marco pragmático-trascendental encargado de elevar el tono de la pregunta: ¿en qué contribuye este concepto o esta teoría o esta creencia a la emancipación de la humanidad? ¿Cuáles son los resultados morales de la aceptación de tal o cual creencia? (Normalmente este discurso debe desarrollarse en tercera persona. Incluso el personaje de Unamuno,  Manuel Bueno, debía situar ahí su reflexión siempre –eso sí- que no se le ocurriera aplicarla a sí mismo). Pues bien, en este sentido puede sostenerse que el apoyo a la Declaración Universal de los DDHH viene a fundamentarse en el hecho de que sus consecuencias prácticas hacen mejor a quien presta dicho apoyo. La cuestión entonces no es ya responder a la hipotética pregunta de dónde se encuentran los DDHH (pues, al no ser hechos físicos ni comprobables, no se encuentran en ningún sitio, lo que da pie a empiristas como Rorty a negar absolutamente su existencia y, por tanto, su validez), sino responder a la pregunta pragmático-trascendental por excelencia: ¿qué consecuencias morales producen en mí la asunción, defensa y difusión de los DDHH?

            La segunda característica señalada hace un momento, la de la fundamentación “a la contra”, se encuentra estrechamente ligada a todo lo que acaba de señalarse. Si la explicación de por qué asumir, defender y difundir el contenido de los DDHH se basa en sus consecuencias morales, quiere decirse que la única manera de reforzar tal género de fundamentación sólo puede consistir en esta otra pregunta: ¿qué nos ocurriría como seres morales si no defendiésemos la Declaración Universal de los DDHH? ¿En qué nos convertiría una indiferencia –por no hablar ya de una beligerancia- en este sentido? Parecido a aquel lema coreado en una manifestación a favor de la Escuela Pública en Alemania (“si la enseñanza les parece cara, prueben con la ignorancia”), el planteamiento aquí señalado bien podría decir algo así como “si las cosas no van nada bien bajo el pabellón de los DDHH, imaginemos cómo irían sin él”.

            Naturalmente, todo cuanto se lleva dicho viene a basarse, como todo planteamiento teórico que no sea circular, en un entramado teórico a priori que se ha de dar por supuesto. Tal entramado teórico no es otro que éste: la asunción de cualquier planteamiento teórico y práctico ha de apoyarse, implícita o explícitamente, lo quiera o no, en una amplia antropología encargada de darle sentido y solidez. En este sentido, la antropología que respalda la asunción del contenido de los DDHH posee una naturaleza clara e inequívocamente moral que viene a definirse en los términos que vienen a continuación. El ser humano es un ser absolutamente sagrado cuya plena realización exige el establecimiento de una ética teleológica encargada de señalar que no vale cualquier realización de la humanidad, sino sólo aquélla que garantiza el despliegue total de todas sus potencialidades, tanto las físicas como las espirituales. En este mismo sentido, es fácilmente constatable –no en la realidad, por desgracia, sino en la conciencia del ser que se tome la molestia de pensar coherentemente este asunto- que la humanidad no está en la Tierra para hacer daño o recibirlo, sino para comprender y compadecerse del dolor de los demás hombres (y de los animales). No hay religión ni metafísica que no responda, cada una a su manera, este tipo de cuestiones. ¿Para qué estamos en el universo y qué debemos hacer en él? Probablemente no haya cuestionamientos más profundos y decisivos (y más angustiosos, si hemos de decirlo todo) que estos dos.

            Pues bien, los DDHH caen en esta órbita. También aquí cabe la pregunta de si tales derechos contribuyen –y en qué medida- a la plena realización física y espiritual del género humano. Por eso la única manera coherente de abordar la Declaración Universal de los DDHH es una manera idealista. Cualquier forma empirista de enfrentarse a ellos (en unos planos psicológico, sociológico, histórico, etc.) no tiene por qué carecer de utilidad, ni mucho menos, pero la validez interna de los DDHH sólo puede depender de una consideración fenomenológica –en la propia conciencia- del compromiso a que desde el principio nos ata su simple mención.

            Y con ello llegamos al punto más peliagudo y decisivo de este asunto, a su sancta sanctórum. Si el entramado a priori del que, teniendo en cuenta todo lo señalado hasta el momento, se ha de partir necesariamente (si es que queremos dotar de sentido a la existencia “moral” de los DDHH) posee una naturaleza muy parecida a la de los axiomas –pensemos en axiomas lógicos o matemáticos-, quiere decirse que la aceptación de tal axioma –hombre como ser sagrado- obliga a asumir el contenido de los DDHH. Eso debemos aceptarlo por la fuerza lógica del nexo entre tales derechos y el axioma en cuestión. Pero ¿qué razón nos obliga a aceptar el axioma? Supongamos que partimos de un entramado axiomático (a = b, b = c). La aceptación de la conclusión es obligatoria (a = c), pero no lo es la aceptación de dicho entramado. ¿Estamos en la misma situación a la hora de enfrentarnos a la obligatoriedad de asumir los DDHH? Si esta asunción fuera asimilable al del ejemplo recién mencionado, tendríamos que aceptar que el aserto “nadie tiene derecho a cargar de cadenas a un semejante” se deriva lógicamente (y, por tanto, obligatoriamente) del aserto axiomático “el hombre posee el derecho innato a la libertad”, aserto que, sin embargo, nos es posible rechazar de la misma manera que antes hemos rechazado que a sea igual a b y b, migual a c.

            Por eso precisamente es peliagudo este asunto. La cuestión depende de si nos es posible rechazar –y desde dónde- el axioma (o entramado a priori) a la hora de abordar la solidez de los DDHH. La verdad es que depende del plano teórico en que nos situemos. Si se trata de un plano estrictamente lógico, la respuesta es positiva. Podemos rechazar, en efecto, por lógicamente innecesario –como todo axioma- el axioma del derecho innato a la libertad desbaratando así la conexión entre este derecho y la inadmisibilidad moral del hombre cargado de cadenas. Sin embargo, estamos hablando de situaciones concretas que contienen elementos de daño y de dolor, y eso nos impide adoptar un punto de vista meramente “lógico” y nos obliga –en conciencia- a adoptar un punto de vista que impida rechazar el entramado a priori encargado de respaldar la Declaración Universal de los DDHH. Que el hombre es un ser absolutamente sagrado refleja una “verdad moral” residente en la conciencia y, por ello mismo, una intuición que resulta irrechazable para cualquier humano que aspire a “dar la talla” como tal. La teoría de las ideas innatas de Platón (que, como ya dijera Gadamer, posee un pobre rendimiento teórico pero un excelente rendimiento pragmático al oponerse a la intuición de la mente “en blanco”), o la concepción kantiana de la conciencia a priori del deber son dos de los múltiples ejemplos de la defensa de un planteamiento idealista de la existencia humana. Tal género de planteamientos no carece, desde luego, de una naturaleza circular –exactamente igual que los planteamientos contrarios-, pero su honradez está fuera de toda duda.



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EL DERECHO A LA EDUCACIÓN                                                       
COMO PLENITUD DEL GÉNERO HUMANO
 
 Luis Martínez de Velasco


El filósofo alemán Jürgen Habermas ha defendido siempre a lo largo de su obra que la Declaración Universal de los Derechos Humanos debe constituir el telón de fondo sobre el cual poder desarrollar cualquier contenido teórico o práctico político, cultural, filosófico, etc. Esto es tanto como afirmar que no vale cualquier desarrollo conceptual, sino sólo aquéllos capaces de asumir dicha Declaración (ésa es la razón por la que el propio Habermas defiende la idea de que las ideologías nazis han de permanecer fuera del círculo del pensamiento legítimo).

Ahora bien, si preguntamos por la naturaleza de los Derechos Humanos, es evidente que, de momento, éstos carecen de fuerza jurídica para imponerse al conjunto de naciones como si fuesen leyes –con su capacidad de coacción y de sanción- y que, por ahora, han de conformarse con reflejar meras exigencias morales de cara a la conciencia de los habitantes de las naciones. (Algo está cambiando, sin embargo, en este sentido, pues cada vez son más los juristas que pretenden elevar y justificar la existencia de leyes morales, directamente derivadas de los Derechos Humanos).

Ha habido a lo largo de la historia dos maneras de negar el contenido ético de la Declaración Universal de los Derechos Humanos promulgada en 1948. Por un lado, una negación cínica y sin tapujos encargada de mostrar que, puesto que tales derechos no se cumplen, lo mejor es eliminarlos simplemente. Cuando pensadores de la talla de Bentham, Malthus o Hegel se mofaban del contenido de la célebre Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano promulgada en Virginia en junio de 1776 (Bentham los calificaba de nonsense upon stilts, algo así como “una nadería muy empingorotada”), lo que estaban haciendo, en el fondo, con su posición “realista” era anular toda posibilidad de pensamiento situado más allá de los hechos. Si algo no se cumple es que es imposible que se cumpla (olvidando que los Derechos Humanos son valores y que, por tanto, no terminan nunca de “cumplirse” del todo). En nuestros días Richard Rorty vuelve a la carga en este mismo sentido: no hay nada parecido a “tener un derecho” –algo espiritual- en realidades biológicas –por tanto físicas y tangibles- como son los cuerpos humanos. Atribuir derechos a tales realidades no es más que un delirio absurdo. La verdad es que una forma eficaz de contrarrestar este tipo de argumentaciones es preguntarse por el tipo de sociedad defendido por Rorty y el resto de críticos de los Derechos Humanos. Y basta con percatarse de que se trata de una sociedad  fragmentada, convulsa y hasta cruel para establecer una defensa “a contrapelo” de los Derechos Humanos.

Pero existe también una negación hipócrita de los Derechos Humanos, que es la que ejercen actualmente todos o casi todos los gobiernos del mundo. Aquí se no trata de quitar como, en el caso anterior, sino de vaciar. Basta con mantener la forma de tales derechos pero habiendo anulado su contenido ético. Así, como ante árboles de tronco hueco, se puede mantener tranquilamente una serie de derechos nominales (derecho a la vida, a la libertad, a la seguridad, etc.) pero sin cumplir ninguno de ellos. ¿Cómo es posible esto? Simplificando mucho el asunto: esto es posible porque hemos sido meticulosamente educados en una perspectiva individualista –yo, a lo mío- apuntalada en una especie de pesimismo antropológico que anula toda posibilidad de superación del “yo” en nombre de una sabiduría pervertida (“sí, muy bonitos los Derechos Humanos, pero los hombres somos incapaces de tomarlos en serio…”). La educación en los valores inherentes a los Derechos Humanos exige, antes de nada, poner entre paréntesis toda la pésima educación que nos han ido dando, empezando por no tomarse verdaderamente en serio el lenguaje y el pensamiento.


Y ya que hablamos de educación, observemos que se trata de un derecho tan fundamental como el derecho a la vida o a la libertad. Encuadrado en el artículo 26 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, el derecho a la educación como un valor universal e imprescindible  –al menos el derecho a una educación primaria- debería representar un horizonte ineludible si se aspira a juzgar el grado de desarrollo moral de una sociedad cualquiera. Ahora bien, hay que subrayar aquí que el concepto de educación sólo puede ser verdaderamente comprendido si se articula con una antropología que le corresponda. De esta manera, la pregunta ¿qué es educar? depende de la pregunta ¿qué es el hombre?

¿Qué antropología es ésa? De momento, se ve reflejada (un tanto pálidamente) en la Declaración Universal de Derechos Humanos. En este sentido, el hombre es un ser cuyo pleno desarrollo exige una enorme cantidad de elementos materiales y espirituales que le hacen , como si dijéramos, “cumplir” su esencia, desplegar todas sus posibilidades. Pues bien, tales posibilidades representan otras tantas exigencias morales, vale decir derechos. El hombre tiene derecho a vivir, a alimentarse, a ser libre… y a educarse. De aquí vienen a extraerse dos consecuencias.

Por un lado, la constatación de que la defensa de los Derechos Humanos no puede representar una posición arbitraria o caprichosa. Nadie que razone seria y honestamente puede dejar de ver que los Derechos Humanos –y por tanto el derecho a la educación- constituyen elementos ineludibles para la plena realización del ser humano. (Inténtese, como prueba, dar una argumentación racional y honrada en contra de tales derechos).

Y, por otro lado, la constatación de que cualquier planteamiento que no contribuya o que desvíe o retarde el proceso de constitución del ser humano –y en ese proceso se incluye de un modo evidente la educación- merece una crítica radical. En este sentido, todo lo que sea permitir que la educación reciba el impacto de la injusticia social o de prejuicios sexistas o racistas no es más que alimentar diversas degradaciones del ser humano. Por eso la percepción (ampliamente difundida entre todos los sectores sociales y educativos) de que la escuela no es sino el reflejo de la sociedad olvida –o hace que olvida- que la educación no debe limitarse a reflejar la sociedad, sino que ha de aspirar a transformarla y mejorarla. ¿Excesivo idealismo? Antes de enfrentarnos a esta pregunta recordemos qué tal nos está yendo con el “realismo” de quienes niegan a gran parte de la humanidad el derecho a la educación (y de paso todos los derechos humanos…)

El hombre, en fin, representa un proyecto de vida global y sagrado, y por eso la defensa de los Derechos Humanos no se sitúa en una cómoda indiferencia moral –una posición entre otras-, sino que ha de aspirar a convencer mediante la demostración de su superioridad moral. Si esto nos llega a parecer “absolutista” o “totalitario” es que, a lo mejor, resulta que estamos presos en las redes de una concepción liberal –“todo es relativo”-  que impide la plena realización de ese proyecto global que es el hombre. ¿O es que no es cierto que cuando un niño africano se muere de hambre hemos podido quedarnos sin un posible Beethoven?




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EL DERECHO AL TRABAJO 
Y LOS JUSTOS DE ÚLTIMA HORA

Luis Martínez de Velasco


En la ya clásica obra de Peter Weiss Marat / Sade, el jesuita radical Jacques Roux, tras desmontar las falacias burguesas de una libertad, una igualdad y una república que han quedado vaciadas de contenido y reducidas a espantajos retóricos, dice, refiriéndose a los ricos, que se han aprovechado de los logros de la revolución, algo así como esto: “¡Y ahora vosotros ponéis el grito en el cielo ante los desmanes de unas clases pobres que llevan demasiado tiempo sufriendo! ¡Ahora apeláis a la justicia y la sensatez! ¡Sois justos de última hora!” Suele ocurrir muy a menudo. Los desmanes de los pobres –que los hay- no pueden comprenderse sin echar la vista al proceso, a veces extraordinariamente largo, por el que los humildes y desfavorecidos han sufrido muchas, muchísimas décadas de hambre y de sufrimiento. Hemos de fijar nuestra atención en toda la “película” de los acontecimientos, no solamente en la última “fotografía”. Y esto es lo que viene a recordarnos Roux, el jesuita que encabeza la facción radical de los “indignados” (enragés)[1]

Algo bastante parecido está sucediendo actualmente con el asunto de la huelga general promovida por las centrales sindicales y las organizaciones de ciudadanos empobrecidos por las medidas del gobierno del Partido Popular. Al calor de una impetuosa ola de neo-conservadurismo agresivo basado, entre otros elementos, en el denominado “modelo de Leontiev”, que defiende la necesidad de garantizar unos beneficios empresariales que habrán de ser reinvertidos –se supone- en nuevos puestos de trabajo, el gobierno español se obsesiona con el control del déficit público, requisito indispensable para que baje la prima de riesgo y poder recibir créditos del exterior que a su vez hagan posible, por mediación de créditos otorgados por bancos españoles, la puesta en marcha del proceso beneficios-inversiones. Ello supone, obviamente, un crecimiento inusitado de medidas empobrecedoras y represivas tendentes a mantener a la población sometida y atemorizada[2]

Éste es el marco real en el que nos movemos y dentro del cual se desarrolla el asunto de la huelga general (la décima desde 1978)[3]. Y uno de los motivos recurrentes que podemos encontrar ante la convocatoria de esta y de cualquier otra huelga convocada por los trabajadores no es otro que el famoso derecho al trabajo. La intencionalidad y los métodos seguidos por quienes demuestran un repentino respeto a ese derecho son perfectamente conocidos. Mediante la apelación al derecho al trabajo se intenta no sólo descabezar la unidad de la huelga (apelando al “yo, a lo mío” de quien, pese a todo y atendiendo exclusivamente a su provecho personal, quiere acudir a su trabajo), sino también dejar sin efecto cualquier actividad informativa por parte de los piquetes informativos. Estos piquetes, que a juzgar por los medios de comunicación de la derecha y la ultraderecha están compuestos por “chulos y violentos” –Carlos Herrera dixit-, no hacen más que informar y discutir con aquellos que desean acudir a su trabajo, que –cosa curiosa- no quieren ni oír hablar del asunto,  ¡llegando a taparse los oídos!

“¡Sois justos de última hora!” recordaba Jacques Roux a los ricos y burgueses franceses de su tiempo. Ahora puede decirse algo muy parecido. Los que se acuerdan hoy del derecho al trabajo olvidan que ese mismo derecho asiste todos los días del año a quienes quieren trabajar y no pueden. Y esa falta de trabajo no recae ni en sindicatos ni en gobiernos socialistas (aunque ni uno ni otro están libres de toda culpa), sino de un mecanismo ciego y absurdo como es el mercado. Que alguien pueda trabajar o no, que su trabajo sea más o menos precario, que trabaje aquí o allí, en esto o en lo otro, con más o menos salario, con mayor o menor peligrosidad, etc., todo eso depende de un mecanismo aleatorio –la verdad es que no tan aleatorio- cuyos movimientos y decisiones no tienen nada que ver ni con las necesidades sociales ni con una demanda de justicia mínimamente decente. El trabajo es un derecho absoluto que todo ser humano tiene por el mero hecho de haber nacido. No puede depender de la “suerte” ni del juego de intereses de individuos lejanos y extraños. Pero es un derecho que asiste al género humano durante todo el año, no sólo en el día de la huelga. Ésta aspira precisamente a cancelar la lógica perversa del modo de producción capitalista. De ahí ese repentino cuidado liberal al derecho al trabajo y de ahí también una presencia policial que no pocas veces es la responsable de los disturbios callejeros (si no, ¿por qué demonios algunos van encapuchados?).

Los “justos de última hora” se rasgan las vestiduras. Defienden el derecho al trabajo mediante un modelo social y económico que destruye trabajo y mina profundamente, por medio del miedo, la capacidad de reacción de los que aún lo tienen. “Si secundas la huelga mañana te vas a la calle”, vienen a avisar los empresarios liberales a sus trabajadores, cuyos contratos temporales funcionan como unos grilletes puestos en sus manos. La verdad es que no sabemos cuánto durarán estos justos de última hora, pero podemos sospechar que desaparecerán de la historia tan silenciosa, ventajista  y cobardemente como han entrado. Como pasos sin huellas.

  


MADRID. 14 de noviembre de 2012.




[1]  Entre nosotros sobresalen dos ejemplos impresionantes. Por un lado, Mariano José de Larra: “Asesinatos por asesinatos, ya que ha de haberlos, estoy por los del pueblo”. Y, por otro, el poeta Miguel Hernández: “Cierra la puerta, echa / la aldaba, carcelero. / Ata duro a ese hombre. / No le atarás el alma. /
Son muchas llaves, muchos / cerrojos, injusticias. / No le atarás el alma”
2 Ver, en este sentido, el importante artículo de Félix Ovejero “Inquietantes razones contra la huelga”, en el diario El País del 6 de diciembre de 2012, p. 33.
3  Que vienen a desglosarse así: la primera tuvo lugar con el gobierno de UCD (1978). Las cuatro siguientes, con el gobierno del PSOE (1985, 1988, 1992 y 1994), la siguiente, con el del PP (2002), las dos siguientes, con el del PSOE (2010 y 2011), y las dos más recientes, con el del PP (29-M y 14-N de 2012). Hemos dejado de lado la huelga de 1981,  convocada con motivo del intento de golpe de Estado de Miláns y Tejero, y la de 2003,  convocada con motivo de la guerra de Irak apoyada por el gobierno del PP. Por lo tanto, no se trata de caprichos de los sindicatos ni de malévolas maniobras izquierdistas. El sentido general de las diez convocatorias de huelga ha sido siempre el mismo: la defensa de un nivel de vida digno para los miembros más desfavorecidos de la sociedad.



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¿TIENE PENSAMIENTO PROPIO LA DERECHA DE ESTE PAÍS?
A propósito de algunas lecturas de un panfleto llamado “La Razón


                                                                                      Luis Martínez de Velasco
                                                                                             
                        Nadie puede ya negar que estamos inmersos en una de las más graves crisis del modo de producción capitalista. Y no se trata sólo de una crisis económica, política y social (y, desde luego, también moral). Estamos asistiendo asimismo, por efecto de la onda expansiva de las anteriores, a una crisis general de pensamiento. Podríamos denominarla una crisis filosófica, más concretamente filosófico-política.

                        Si, como dice bien José Antonio Marina, la ética es la culminación de la inteligencia,  puede afirmarse que el pensamiento ilustrado es el encargado de reflejar el proceso que conduce a tal culminación. Ahora bien, Rousseau es ilustrado, Locke y Hume también, como Voltaire, Montesquieu y tantos otros. ¿Quiere decir esto que coinciden sus pensamientos? La verdad es que ni siquiera comparten ciertos conceptos decisivos. Así, por ejemplo, tanto Locke como Montesquieu elevan la propiedad privada a rasgo decisivo e intocable de la Ilustración hasta hacer de ella un derecho de igual rango que el derecho a la vida o la libertad, mientras que Rousseau la hace depender de la noción de justicia colectiva. En este sentido, tanto al preservar a todo trance el derecho de propiedad privada como al caracterizar al individuo y su voluntad inmediata (y opaca) como instancia absoluta, el pensamiento liberal, una vez obtenido cierto nivel de desarrollo,  tiene que oponerse al proyecto ilustrado, vertebrado precisamente en torno a la superación tanto del individuo como de su propiedad privada.

                        El actual pensamiento liberal –con Rorty a la cabeza- representa la profunda ruptura registrada en el interior de la Ilustración  Es más: la deriva en la que se halla actualmente embarcado dicho pensamiento  posibilita unos ataques crecientemente virulentos hacia todo lo que connote idealismo y universalidad, auténticas señas de identidad del pensamiento ilustrado. La oposición entre liberalismo e ilustración es total y, hoy por hoy, muy difícilmente restañable.

                        La bandera liberal ha sido recogida en nuestro país por la más rancia derecha política. A base de argucias tendentes a emborronar la frontera que separa liberalismo económico y liberalismo político, los términos “liberalismo” y “capitalismo” han terminado fundiéndose en una sola estructura. Y esta estructura se conserva y perpetúa –y ésta es la tesis del presente escrito- no a base de valores racionales y universales –cosa que, en realidad, es imposible- sino de al menos seis elementos que constituyen  la más clamorosa negación del pensamiento. Vayamos uno por uno.

Empirismo del “sentido común”. Uno de los principales pilares de los actuales planteamientos liberales consiste en ajustar a la baja en todo lo posible la visión del mundo, lo que hace posible tildar de ingenuo, delirante o majadero, cuando no de siniestro y totalitario, cualquier horizonte conceptual que rebase la esfera de los hechos empíricos, tomados como inmediatos y “naturales”, es decir, sin haber sido producidos o mediatizados por la acción de los hombres. El desprecio liberal mostrado hacia todo lo que signifique política o ideología, el cinismo del “esto es lo que hay”, son emblemáticos de los planteamientos de la derecha de este país[1]. (El ministro  Wert, por ejemplo, niega todo carácter ideológico a su reforma educativa, mientras que otros miembros del actual gobierno liberal hablan del mercado como si se tratara de “puro sentido común”).

Respeto a las sacrosantas tradiciones. Como uno de los resultados de lo recién señalado, el pensamiento liberal tiende instintivamente a apartar la mirada del futuro y a fijarla en el pasado. Por eso términos como “patria”, “clases sociales”, “propiedad privada”, es decir, realidades ya hechas y consolidadas por la tradición, constituyen los elementos irrebasables de su argumentario. (Por cierto, cuando la patria es España, todo va bien, pero cuando es Cataluña, por ejemplo, la cosa cambia. Por eso la astucia liberal recomienda cambiar “España” por  una “Constitución”… a la que se supone inamovible).

            Pesimismo antropológico. Lo afirmó en su día en una entrevista a TV uno de los representantes derechistas más avispados de este país, Gabriel Albiac, al afirmar que la clave de todo pensamiento liberal sobre la sociedad consiste en aceptar en su integridad el dictum hobbesiano de que “el hombre es un lobo para el hombre”. Como es fácilmente comprensible, tal punto de partida –compartido, entre muchos otros, por un psicólogo de moda como Steven Pinker- limita de forma decisiva el alcance de todo desarrollo conceptual posterior haciendo imposible no sólo pensar una superación del individualismo burgués, sino, sobre todo, establecer una base racional y universal para la convivencia social. Con su habitual estulticia, Jiménez Losantos viene a decir lo mismo: “Yo, como buen liberal, desconfío por sistema de mis congéneres”.

Aferramiento marrullero a las contradicciones y ambigüedades del proyecto ilustrado. Aquí el discurso liberal toma bríos y se desarrolla en términos rotundos y sarcásticos. Aprovechando las innegables fisuras del pensamiento ilustrado, despliega un discurso resentido que tiene como objetivo mostrar las debilidades del “enemigo”, mostrando sus ambigüedades y contradicciones. Las incoherencias personales, los enriquecimientos ilícitos, los tropezones verbales, etc., son todos ellos pasto para la prosa de la prensa y los programas radiofónicos de la derecha. (Por cierto, haría bien el pensamiento ilustrado en no intentar copiar en esto a la derecha intentando ocultar bajo la alfombra todas sus negatividades. La autocrítica, como decía Gramsci, no debilita, sino que hace más fuerte).

            Fijar la vista en los ejemplos negativos de los “enemigos”. Estrechamente vinculado al punto anterior. La repetición hasta la náusea del episodio de Paracuellos, por poner un ejemplo reciente, incluso hasta después del fallecimiento de Santiago Carrillo, es una buena muestra de ello. Han tenido que ser unos cuantos historiadores honestos (Viñas, Fontana, etc.) los encargados de poner las cosas en su sitio. Y es que, por otro lado, no es difícil demostrar que si en el bando republicano hubo canalladas, muchas más canalladas se hicieron en el bando fascista.

Desenfoque sistemático de cualquier situación complicada o ambigua. Cuando viene a darse una situación complicada o ambigua –una decisión judicial, una intervención más que discutible de la policía en una manifestación, un acto cultural del signo que sea- no falla: la prensa o los programas radiofónicos liberales toman partido sin excepción por los planteamientos más reaccionarios por muy abominables que sean. (planteamientos según los cuales nos policías (¡encapuchados!) tuvieron que defenderse de las hordas anarquistas y comunistas, los padres que quieren menos religión en la educación de sus hijos aspiran en realidad a hacerlos descreídos, materialistas y  ateos,  los jueces que critican la feroz práctica bancaria de los desahucios están haciendo política sospechosa, etc.)


Todo lo afirmado hasta aquí no es una diatriba o un mero insulto. Ni siquiera es un intento de reducción de los pensadores liberales a un cúmulo de incoherencias o ambigüedades (pues caeríamos nosotros mismos en lo señalado en el cuarto punto). Hay pensadores liberales que son conscientes de que sus posiciones no pueden basarse en la debilidad de los adversarios (tal y como señalaba noblemente Ortega). Pero, por lo que se refiere a este país, mucha ideología liberal se ha desarrollado a contrapelo, sin construir auténticos modelos de acción racional, sino limitándose a apelar al terror o a hollar, una y otra vez, los senderos de la tradición. Por lo demás, el resentimiento y el sarcasmo nunca han sido buenos consejeros a la hora de pensar.

NB: Por eso mismo lo peor y más catastrófico que podría ocurrir sería que la izquierda imitara a la derecha y se enrocara en unas posiciones que nada tienen que ver con el pensamiento de la Ilustración.





[1]  Ver, en este sentido, el importante artículo de Fernando Vallespín titulado “Crítica de la razón cínica”, en El País del 7 de diciembre de 2012, p. 15.



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MORAL Y POLÍTICA: ¿UNA AMISTAD IMPOSIBLE?

                                                                             Luis Martínez de Velasco

         

Ya el filósofo Platón se percató de que la causa principal de que no hubiese en su tiempo una sociedad pacífica, justa y racional era el fortísimo individualismo imperante, la prevalencia de la propiedad privada, de “lo mío y lo tuyo”. Por culpa de esto, observa Platón, los individuos se dedican “a atacarse y cocearse entre ellos, teniendo la vista fija en las cosas que se pueden ver y tocar en lugar de elevar la mirada hacia el verdadero Ser que los hace racionales”. Este Ser no es otro que el bien común. Platón recurre a un viejo mito órfico para ilustrar su posición en este sentido, el mito de Hermes. Para hacer que cesen las disputas entre humanos Zeus manda a Hermes que introduzca la capacidad de razonar entre los humanos, con la doble condición de que tal capacidad sea exactamente igual para todos y de que a ella deban supeditarse todos las habilidades y conocimientos técnicos de cada individuo.  Queda así sellada, a través del mito de Hermes, la indisoluble identificación entre política y razón universal, es decir, entre política y moralidad.
 
          Aristóteles, como buen realista, reniega de toda esta construcción basada en ideas y se limita a constatar el estado real de su sociedad, jerárquica y esclavista. Con ello resuelve a su manera ese individualismo auto-destructivo que tanto preocupaba a Platón. Por eso la noción aristotélica de “bien común” es una noción vertical y profundamente injusta. Y es esa misma noción la que hereda casi todo el pensamiento cristiano de la Edad Media, desde san Agustín, del siglo IV (Dios permite la injusticia social para conseguir un bien superior, desconocido para los hombres) hasta santo Tomás, del siglo XIII (Dios prefiere el orden vertical entre los humanos porque los ha creado desiguales desde el punto de vista de su capacidad).

         Del siglo XV en adelante tienen lugar varias revoluciones filosóficas y políticas. Unas, de corte cristiano dependiendo de un regreso a los Evangelios –olvidados durante siglos- y sus fortísimas críticas a la propiedad privada y la codicia como elementos corruptores de la sociedad que ofenden a Dios (recordemos la obra de Tomás Moro).  Otras, de corte más mundano, hacen hincapié en la necesidad de desvincular la reflexión sobre la sociedad humana de cualquier preocupación religiosa. Dentro de esta línea se observan dos tendencias. Por un lado, una tendencia liberal que defiende la desvinculación de la reflexión política de todo tipo de reflexión moral, despectivamente concebida como una derivación teológica (y aquí vemos a Maquiavelo y su consejo de tratar la política como una “ciencia” libre de sentimientos morales) y, por otro lado, una tendencia ilustrada que, si bien desvincula teología y política, hace depender a ésta –en clave platónica- de una determinada concepción moral basada en un bien común universal e igualitario (aquí tendríamos a Rousseau). Por eso la primera tendencia es individualista y sitúa la libertad y la propiedad privada por encima de todo, mientras que la segunda coloca la racionalidad y el colectivo por encima del individuo.

         En la realidad de los hechos sociales de los siglos XVIII y siguientes viene a imponerse la primera de las tendencias, la liberal, pues encaja mucho mejor con los intereses objetivos de la clase burguesa. Pero esta tendencia lleva en su interior una contradicción irresoluble, como si dijéramos una “bomba de relojería”,  pues hay que unificar política (democracia) y economía (capitalismo), elementos que se desarrollan en direcciones opuestas. Con el paso del tiempo, la única forma de acabar articulando ambas piezas es ir vaciando poco a poco la esfera de la política de valores universales y de elementos morales hasta dejarla reducida a una defensa abstracta de la libertad individual, lo que la hace compatible con cualquier contenido registrado en la esfera del capitalismo (por ejemplo, si alguien resulta explotado por otro a] no viene al caso juzgar esto en términos de “moral” o “inmoral”, puesto que b] es el resultado de una libertad vacía ejercida por el individuo explotado).

          Naturalmente, las cosas no suceden de un modo tan sencillo ni tan rápido.  Durante el siglo XIX las clases trabajadoras van ganando conciencia  lentamente y empiezan a organizarse de manera cada vez más firme. Lo primero que hacen, por decirlo así, es criticar a la burguesía echándole en cara el incumplimiento de su propio programa. ¿Dónde está la democracia prometida? ¿Para qué promulgar unos derechos del hombre y del ciudadano si se ven sistemáticamente conculcados por aquellos que los promulgan? ¿Qué queda de aquella moral que se presentaba como el “rostro racional” de las clases burguesas? Es muy interesante observar que en el momento en que la burguesía abandona el carácter universal y moral de la política, las clases trabajadoras asumen dicho carácter haciendo de él la bandera de sus primeras acciones políticas y sindicales.

       Llegan el siglo XX y sus urgencias.  Las circunstancias, numerosas y muy complejas, hacen que la ideología de los trabajadores, el marxismo, sólo parezca poder producir experimentos históricos que muy pronto reflejan deformaciones y perversiones que acaban hundiendo –aparentemente-  la posibilidad de aquel ideal de una sociedad justa y racional que, como semilla platónica, ha germinado y crecido por entre las diferentes reflexiones idealistas habidas a lo largo de la historia.

       Hoy en día, el “realismo” político no es en realidad más que el reflejo ideológico (¡no “científico”!) de una clase burguesa que, sabiéndose una clase usurpadora, explotadora e ilegítima (piénsese, por ejemplo, en el filósofo Richard Rorty), intenta perpetuar a todo trance el impulso maquiavélico de separar política de moral con el objeto de adecuarla a sus intereses de clase.

        El siglo XXI, como dice un creciente número de intelectuales y científicos sociales, es el siglo de la conciencia. La tarea que ha de proponerse ésta es larga y muy compleja, pero absolutamente ineludible. Se trata, básicamente, de volver a pensar la política en términos morales, es decir, como aquella serie de valores y compromisos que nos permiten despertar y recuperar una dignidad que, como horizonte utópico, nunca abandona nuestra mirada. No existe ninguna “evidencia” ni ninguna “complejidad funcional” que justifiquen el abandono de aquel ideal platónico de control democrático de la realidad social. La política es mirar el mundo con ojos cargados de exigencia moral.

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INAUGURACIÓN CLUB DE DEBATE
PRESENTACIÓN DEL LIBRO “LA RAZÓN RECUPERADA”
AUTOR: Luis Martínez de Velasco 
(nuestro profesor de Filosofía)
MODERADOR: Eduardo Sotillos
8 octubre, 18.30 horas
Agrupación Socialista de Getafe

Ficha descriptiva del desarrollo de la jornada:

1)    Inauguración del Club de Debate: Sara Hernández (15’).
Realizará una bienvenida y saluda a los participantes y asistentes, posteriormente explicará los objetivos e intenciones del Club de Debate, para ello contará con un texto que recogerá dicha información.

2)    Presentación de los participantes e introducción del libro: Javier Ollero (15’).
Realizará una breve descripción del perfil y trayectoria profesional de Eduardo Sotillos y Luis Martínez de Velasco, para ello dispondrá de una breve reseña de los curriculum de ambos.

3)    Intervención Eduardo Sotillos: realizará una breve introducción del libro, así como reflexiones y comentarios relacionados con su contenido, se le facilitará también un texto previamente preparado que se le enviará por correo electrónico, igualmente vamos a intentar enviarle el libro antes del acto para que pueda consultarlo y conocerlo previamente .(15’)

4)    Intervención de Luis Martínez de Velasco, presentación del libro. (20/25’).

El objetivo es a partir de esta intervención se establezca un diálogo entre Eduardo y Luis sobre los temas abordados en el libro.

5)     Debate

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