EL ESPEJISMO DE LA ECONOMÍA
De la crisis económica a la deriva moral
TRES CONSIDERACIONES PRELIMINARES
1
El mundo siempre ha sido como es ahora, las cosas son evidentes, etc. Ésos eran los argumentos, vertebrados en torno
al empirismo de la evidencia y el “sentido común”, que esgrimían los
escolásticos tardíos contra los defensores de la teoría heliocéntrica.
2
No sólo la ciencia de la economía, también su objeto, la
economía misma, deberían reflejar una estructura racional, sencilla y
transparente. En lugar de eso, han terminado convirtiéndose en algo oscuro,
complicado y profundamente irracional (al igual que el empirismo del “sentido
común” ptolemaico obligaba en la astronomía a asumir una abigarrada y complicadísima
imagen hecha a base de esferas, deferentes, ecuantes, epiciclos, etc.). Dicho con brevedad: la economía –como objeto y
como ciencia- ha terminado convirtiéndose en un espejismo. De buena parte de los economistas actuales, que suelen
ser caricaturizados en la prensa con el disfraz de magos, puede decirse lo que
decía Stendhal de los escritores oscuros: o se auto-engañan o intentan engañar.
3
1. Los hechos económicos, y en general los hechos de índole
social, nunca son naturales ni inmediatos. Son hechos interpretados, dirigidos,
creados. Son hechos artificiales.
2. Hay que comprender en todo su alcance el contenido del
parágrafo 6.41 del Tractatus de
Wittgenstein: “El sentido del mundo queda fuera de él. En el mundo todo es como
es y sucede como sucede. No hay en él ningún valor. […] [Si hay algo que sea un
valor] debe quedar necesariamente fuera del mundo”.
Así, pues, los valores son los encargados de configurar desde fuera el mundo de la economía mediante
un doble registro: por una parte, construyendo directamente hechos económicos (es decir, percibidos
como hechos económicos) y por otra, generando interpretaciones de hechos económicos.
Ningún hecho es capaz de refutar una interpretación, sobre
todo si ésta traslada una y otra vez la realización de su contenido a un futuro
siempre inalcanzable. (Doble registro de las interpretaciones deshonestas:
falacia naturalista y profecía autocumplida).
A la hora de interpretar resulta absolutamente crucial la honestidad del intérprete.
3. Los valores son iguales sólo desde el punto de vista de
la forma, pues son todos ellos a priori, aunque no por su origen, sino por su
función a la hora de configurar / explicar el mundo.
3.1. Si el
sujeto que establece y usa valores es consciente de lo que está haciendo, sus
valores son presupuestos. Si no es consciente o actúa con deshonestidad
fingiendo no ser consciente, sus valores se convierten en prejuicios. Los
presupuestos son –y se presentan como- revisables. Los prejuicios no. (Precisamente
uno de los prejuicios más arraigados en la actual teoría económica consiste en concebir una convención social como si fuese
algo “natural” y evidente, de “sentido común”).
3.2. Todas las decisiones
económicas o de otro tipo dependen de escalas de prioridades, y éstas dependen
de valores. No hay, por tanto, prioridades absolutas ni objetivas ni neutrales.
4. Atendiendo al
contenido de los valores éstos se despliegan a lo largo de una línea vertical
que refleja una jerarquización moral.
No todos los valores valen lo mismo. Han de pasar la prueba del dolor que
pueden llegar a ocasionar. En este sentido, la mejor economía es la que menos
dolor genera o la que consigue minimizar daños en todo lo posible. Por eso
resulta decisivo comenzar demoliendo el actual prejuicio liberal que conecta la economía con una disciplina y un sacrificio
irracionales.
5. La economía es una
simple herramienta. Si no funciona hay que cambiarla.
NOTA
INTRODUCTORIA
En una entrevista a la filósofa y socióloga holandesa Saskia Sassen ,
hablando de la vigencia durante las décadas de los cincuenta y sesenta del modelo keynesiano de consumo a gran
escala, nos dice: “cada hogar suponía una nueva nevera, una nueva televisión,
nuevos muebles… Todo nuevo. Se generó un círculo vicioso positivo. Teníamos un
sistema basado en el consumo. Fuera o no fuera necesario, era vital seguir
consumiendo”. –“¿Y ahora?” –pregunta la
periodista. “Ahora –responde Sassen- se ha roto la cadena. El salario del
trabajador ya no hace posible mantener el consumo”
DERECHOS HUMANOS
¿UNA
ESTUPIDEZ SUBIDA EN ZANCOS?
Luis Martínez de
Velasco
Uno de los reproches más frecuentes lanzados contra la Declaración Universal
de los Derechos Humanos consiste en afirmar que no se trata de algo
verdaderamente “real”, sino que se disuelve en buenas intenciones sin carácter
vinculante ni fuerza jurídica. Haciendo abstracción de la existencia del
Tribunal Internacional de La Haya
( cuya eficacia hoy día, sin embargo, aún dista bastante de ser satisfactoria),
habría que matizar lo de “vinculante”. Los DDHH no son fáctica ni jurídicamente
vinculantes, pero sí moralmente vinculantes. La razón es que los DDHH no son
hechos físicos ni biológicos, sino valores espirituales que se rigen por una
lógica distinta a la lógica de los hechos.
No pocos filósofos, tanto del pasado como del presente, ponen en muy
serias dudas la existencia de los DDHH más allá de ser un simple expediente
retórico sin ningún género de fundamento racional. Ya en su época los
calificaba Jeremy Bentham de nonsense upon stilts, de estupidez muy empingorotada.
Otros ilustres detractores de los DDHH (en su época se trataba de la Declaración de los
Derechos del Hombre y el Ciudadano promulgada en Virginia en 1776) fueron el
reverendo protestante Malthus y el filósofo alemán Hegel. En la actualidad, uno
de los representantes más ilustres de los detractores de los DDHH ha sido Richard
Rorty. Para Rorty, los DDHH carecen por completo de realidad al no poseer
ninguna dimensión biológica o física. En este sentido, el ser humano, reducido
a su simple corporeidad material, no posee nada parecido a unos derechos
invisibles, fantasmales, que carecen de un “aquí” y un “ahora” localizables.
Fácilmente se cae en la cuenta de que la posición de Rorty (que, leída en clave
política, viene a significar que ningún ser humano tiene derechos ¿podemos
imaginar el terrible alcance de esta afirmación?) se fundamenta en un empirismo
radical que niega verdad a lo que carece de realidad, esto es, a lo que no se
puede observar y comprobar en la experiencia. Claro que nada de esto habría de
suponer ningún menoscabo a los DDHH, pues éstos, como se ha apuntado más
arriba, no son hechos sino valores. Ahora bien, ¿significa eso que, al no ser
comprobables en la experiencia, carecen de verdad y por ello han de ser
desechados? ¿O más bien apunta a la
necesidad de ensanchar el concepto de verdad más allá de los estrechos
parámetros empiristas hasta alcanzar la “dureza” de lo que podríamos denominar
una verdad moral? Que un hombre se vea cargado de cadenas, por ejemplo, es algo
que resulta fácilmente comprobable en la experiencia (como si dijéramos es
“fotografiable”), pero ¿cómo comprobar en la experiencia el aserto “no hay
derecho a encadenar a nadie”? Se trata de un valor, de manera que sólo puede
ser constatado en la conciencia de quien ha pronunciado tal aserto. Enseguida
desarrollaremos este punto.
La labor de
fundamentación de lo que podríamos denominar un “punto de vista moral” (es
decir, aquel punto de vista encargado de captar, defender y promover valores)
posee una doble característica. Por un lado, adoptar una naturaleza pragmática.
Y, por otro, ser consciente de que su desarrollo ha de transitar por aquellos
senderos que, de un modo muy parecido al razonamiento matemático, se despliegan
“a contrapelo”, lo que se conoce
clásicamente por reductio ad absurdum. Veamos un poco en detalle cada
una de estas dos características.
Por fundamentación
pragmática de un concepto o de una teoría –en general, de cualquier
planteamiento teórico- se ha de entender aquella fundamentación que dirige su
mirada al resultado pragmático, conductual, derivado de la aceptación de dicho
planteamiento. En este sentido, la clave de una fundamentación pragmática
consiste en captar en qué tipo de seres nos convierte la asunción y defensa de tal
concepto o tal teoría. No es lo mismo, por ejemplo, creer en un Dios “católico”
que creer en un Dios “luterano”, ni es lo mismo creer en algún tipo de Dios que
no creer en ninguno. Las consecuencias prácticas nos hablan de la estructura
teórica de las creencias, permitiéndonos comprenderlas y juzgarlas en función
de la conducta que generan. Ahora bien, si hemos de plantear bien las cosas,
hay que decir que una fundamentación pragmática de una teoría no se resuelve en
la trivialidad de una pregunta como ¿para qué sirve ser creyente o no serlo? a
no ser situándonos en un marco pragmático-trascendental encargado de elevar el
tono de la pregunta: ¿en qué contribuye este concepto o esta teoría o esta
creencia a la emancipación de la humanidad? ¿Cuáles son los resultados morales
de la aceptación de tal o cual creencia? (Normalmente este discurso debe
desarrollarse en tercera persona. Incluso el personaje de Unamuno, Manuel Bueno, debía situar ahí su reflexión
siempre –eso sí- que no se le ocurriera aplicarla a sí mismo). Pues bien, en
este sentido puede sostenerse que el apoyo a la Declaración Universal
de los DDHH viene a fundamentarse en el hecho de que sus consecuencias
prácticas hacen mejor a quien presta dicho apoyo. La cuestión entonces no es ya
responder a la hipotética pregunta de dónde se encuentran los DDHH (pues, al no
ser hechos físicos ni comprobables, no se encuentran en ningún sitio, lo que da
pie a empiristas como Rorty a negar absolutamente su existencia y, por tanto,
su validez), sino responder a la pregunta pragmático-trascendental por
excelencia: ¿qué consecuencias morales producen en mí la asunción, defensa y
difusión de los DDHH?
La segunda característica
señalada hace un momento, la de la fundamentación “a la contra”, se encuentra
estrechamente ligada a todo lo que acaba de señalarse. Si la explicación de por
qué asumir, defender y difundir el contenido de los DDHH se basa en sus
consecuencias morales, quiere decirse que la única manera de reforzar tal
género de fundamentación sólo puede consistir en esta otra pregunta: ¿qué nos
ocurriría como seres morales si no defendiésemos la Declaración Universal
de los DDHH? ¿En qué nos convertiría una indiferencia –por no hablar ya de una
beligerancia- en este sentido? Parecido a aquel lema coreado en una
manifestación a favor de la
Escuela Pública en Alemania (“si la enseñanza les parece
cara, prueben con la ignorancia”), el planteamiento aquí señalado bien podría
decir algo así como “si las cosas no van nada bien bajo el pabellón de los
DDHH, imaginemos cómo irían sin él”.
Naturalmente, todo cuanto
se lleva dicho viene a basarse, como todo planteamiento teórico que no sea
circular, en un entramado teórico a priori que se ha de dar por supuesto. Tal
entramado teórico no es otro que éste: la asunción de cualquier planteamiento
teórico y práctico ha de apoyarse, implícita o explícitamente, lo quiera o no,
en una amplia antropología encargada de darle sentido y solidez. En este
sentido, la antropología que respalda la asunción del contenido de los DDHH
posee una naturaleza clara e inequívocamente moral que viene a definirse en los
términos que vienen a continuación. El ser humano es un ser absolutamente
sagrado cuya plena realización exige el establecimiento de una ética
teleológica encargada de señalar que no vale cualquier realización de la
humanidad, sino sólo aquélla que garantiza el despliegue total de todas sus
potencialidades, tanto las físicas como las espirituales. En este mismo
sentido, es fácilmente constatable –no en la realidad, por desgracia, sino en
la conciencia del ser que se tome la molestia de pensar coherentemente este
asunto- que la humanidad no está en la Tierra para hacer daño o recibirlo, sino para
comprender y compadecerse del dolor de los demás hombres (y de los animales).
No hay religión ni metafísica que no responda, cada una a su manera, este tipo
de cuestiones. ¿Para qué estamos en el universo y qué debemos hacer en él?
Probablemente no haya cuestionamientos más profundos y decisivos (y más
angustiosos, si hemos de decirlo todo) que estos dos.
Pues bien, los DDHH caen en
esta órbita. También aquí cabe la pregunta de si tales derechos contribuyen –y
en qué medida- a la plena realización física y espiritual del género humano.
Por eso la única manera coherente de abordar la Declaración Universal
de los DDHH es una manera idealista. Cualquier forma empirista de enfrentarse a
ellos (en unos planos psicológico, sociológico, histórico, etc.) no tiene por
qué carecer de utilidad, ni mucho menos, pero la validez interna de los DDHH
sólo puede depender de una consideración fenomenológica –en la propia
conciencia- del compromiso a que desde el principio nos ata su simple mención.
Y con ello llegamos al
punto más peliagudo y decisivo de este asunto, a su sancta sanctórum. Si el
entramado a priori del que, teniendo en cuenta todo lo señalado hasta el
momento, se ha de partir necesariamente (si es que queremos dotar de sentido a
la existencia “moral” de los DDHH) posee una naturaleza muy parecida a la de
los axiomas –pensemos en axiomas lógicos o matemáticos-, quiere decirse que la
aceptación de tal axioma –hombre como ser sagrado- obliga a asumir el contenido
de los DDHH. Eso debemos aceptarlo por la fuerza lógica del nexo entre tales
derechos y el axioma en cuestión. Pero ¿qué razón nos obliga a aceptar el axioma?
Supongamos que partimos de un entramado axiomático (a = b, b = c). La
aceptación de la conclusión es obligatoria (a = c), pero no lo es la aceptación
de dicho entramado. ¿Estamos en la misma situación a la hora de enfrentarnos a
la obligatoriedad de asumir los DDHH? Si esta asunción fuera asimilable al del
ejemplo recién mencionado, tendríamos que aceptar que el aserto “nadie tiene
derecho a cargar de cadenas a un semejante” se deriva lógicamente (y, por
tanto, obligatoriamente) del aserto axiomático “el hombre posee el derecho
innato a la libertad”, aserto que, sin embargo, nos es posible rechazar de la
misma manera que antes hemos rechazado que a sea igual a b y b, migual a c.
Por eso precisamente es
peliagudo este asunto. La cuestión depende de si nos es posible rechazar –y
desde dónde- el axioma (o entramado a priori) a la hora de abordar la solidez
de los DDHH. La verdad es que depende del plano teórico en que nos situemos. Si
se trata de un plano estrictamente lógico, la respuesta es positiva. Podemos
rechazar, en efecto, por lógicamente innecesario –como todo axioma- el axioma
del derecho innato a la libertad desbaratando así la conexión entre este
derecho y la inadmisibilidad moral del hombre cargado de cadenas. Sin embargo,
estamos hablando de situaciones concretas que contienen elementos de daño y de
dolor, y eso nos impide adoptar un punto de vista meramente “lógico” y nos
obliga –en conciencia- a adoptar un punto de vista que impida rechazar el
entramado a priori encargado de respaldar la Declaración Universal
de los DDHH. Que el hombre es un ser absolutamente sagrado refleja una “verdad
moral” residente en la conciencia y, por ello mismo, una intuición que resulta
irrechazable para cualquier humano que aspire a “dar la talla” como tal. La teoría
de las ideas innatas de Platón (que, como ya dijera Gadamer, posee un pobre
rendimiento teórico pero un excelente rendimiento pragmático al oponerse a la
intuición de la mente “en blanco”), o la concepción kantiana de la conciencia a
priori del deber son dos de los múltiples ejemplos de la defensa de un
planteamiento idealista de la existencia humana. Tal género de planteamientos
no carece, desde luego, de una naturaleza circular –exactamente igual que los
planteamientos contrarios-, pero su honradez está fuera de toda duda.
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EL DERECHO A LA EDUCACIÓN
Luis Martínez de Velasco
El filósofo alemán Jürgen Habermas ha defendido siempre a
lo largo de su obra que la Declaración
Universal de los Derechos Humanos debe constituir el telón de
fondo sobre el cual poder desarrollar cualquier contenido teórico o práctico político,
cultural, filosófico, etc. Esto es tanto como afirmar que no vale cualquier
desarrollo conceptual, sino sólo aquéllos capaces de asumir dicha Declaración (ésa
es la razón por la que el propio Habermas defiende la idea de que las
ideologías nazis han de permanecer fuera del círculo del pensamiento legítimo).
Ahora bien, si preguntamos por la naturaleza de los
Derechos Humanos, es evidente que, de momento, éstos carecen de fuerza jurídica
para imponerse al conjunto de naciones como si fuesen leyes –con su capacidad
de coacción y de sanción- y que, por ahora, han de conformarse con reflejar
meras exigencias morales de cara a la conciencia de los habitantes de las
naciones. (Algo está cambiando, sin embargo, en este sentido, pues cada vez son
más los juristas que pretenden elevar y justificar la existencia de leyes morales,
directamente derivadas de los Derechos Humanos).
Ha habido a lo largo de la historia dos maneras de negar el
contenido ético de la Declaración Universal
de los Derechos Humanos promulgada en 1948. Por un lado, una negación cínica y sin
tapujos encargada de mostrar que, puesto que tales derechos no se cumplen, lo
mejor es eliminarlos simplemente. Cuando pensadores de la talla de Bentham,
Malthus o Hegel se mofaban del contenido de la célebre Declaración de los
Derechos del Hombre y del Ciudadano promulgada en Virginia en junio de 1776
(Bentham los calificaba de nonsense upon stilts, algo así como “una nadería muy
empingorotada”), lo que estaban haciendo, en el fondo, con su posición
“realista” era anular toda posibilidad de pensamiento situado más allá de los
hechos. Si algo no se cumple es que es imposible que se cumpla (olvidando que
los Derechos Humanos son valores y que, por tanto, no terminan nunca de
“cumplirse” del todo). En nuestros días Richard Rorty vuelve a la carga en este
mismo sentido: no hay nada parecido a “tener un derecho” –algo espiritual- en
realidades biológicas –por tanto físicas y tangibles- como son los cuerpos
humanos. Atribuir derechos a tales realidades no es más que un delirio absurdo.
La verdad es que una forma eficaz de contrarrestar este tipo de argumentaciones
es preguntarse por el tipo de sociedad defendido por Rorty y el resto de
críticos de los Derechos Humanos. Y basta con percatarse de que se trata de una
sociedad fragmentada, convulsa y hasta
cruel para establecer una defensa “a contrapelo” de los Derechos Humanos.
Pero existe también una negación hipócrita de los Derechos
Humanos, que es la que ejercen actualmente todos o casi todos los gobiernos del
mundo. Aquí se no trata de quitar como, en el caso anterior, sino de vaciar.
Basta con mantener la forma de tales derechos pero habiendo anulado su
contenido ético. Así, como ante árboles de tronco hueco, se puede mantener
tranquilamente una serie de derechos nominales (derecho a la vida, a la
libertad, a la seguridad, etc.) pero sin cumplir ninguno de ellos. ¿Cómo es
posible esto? Simplificando mucho el asunto: esto es posible porque hemos sido
meticulosamente educados en una perspectiva individualista –yo, a lo mío-
apuntalada en una especie de pesimismo antropológico que anula toda posibilidad
de superación del “yo” en nombre de una sabiduría pervertida (“sí, muy bonitos
los Derechos Humanos, pero los hombres somos incapaces de tomarlos en serio…”).
La educación en los valores inherentes a los Derechos Humanos exige, antes de
nada, poner entre paréntesis toda la pésima educación que nos han ido dando,
empezando por no tomarse verdaderamente en serio el lenguaje y el pensamiento.
Y ya que hablamos de educación, observemos que se trata de
un derecho tan fundamental como el derecho a la vida o a la libertad.
Encuadrado en el artículo 26 de la Declaración Universal
de los Derechos Humanos, el derecho a la educación como un valor universal e
imprescindible –al menos el derecho a
una educación primaria- debería representar un horizonte ineludible si se
aspira a juzgar el grado de desarrollo moral de una sociedad cualquiera. Ahora
bien, hay que subrayar aquí que el concepto de educación sólo puede ser
verdaderamente comprendido si se articula con una antropología que le
corresponda. De esta manera, la pregunta ¿qué es educar? depende de la pregunta
¿qué es el hombre?
¿Qué antropología es ésa? De momento, se ve reflejada (un
tanto pálidamente) en la Declaración
Universal de Derechos Humanos. En este sentido, el hombre es
un ser cuyo pleno desarrollo exige una enorme cantidad de elementos materiales
y espirituales que le hacen , como si dijéramos, “cumplir” su esencia, desplegar
todas sus posibilidades. Pues bien, tales posibilidades representan otras
tantas exigencias morales, vale decir derechos. El hombre tiene derecho a
vivir, a alimentarse, a ser libre… y a educarse. De aquí vienen a extraerse dos
consecuencias.
Por un lado, la constatación de que la defensa de los
Derechos Humanos no puede representar una posición arbitraria o caprichosa.
Nadie que razone seria y honestamente puede dejar de ver que los Derechos
Humanos –y por tanto el derecho a la educación- constituyen elementos
ineludibles para la plena realización del ser humano. (Inténtese, como prueba, dar
una argumentación racional y honrada en contra de tales derechos).
Y, por otro lado, la constatación de que cualquier
planteamiento que no contribuya o que desvíe o retarde el proceso de constitución
del ser humano –y en ese proceso se incluye de un modo evidente la educación-
merece una crítica radical. En este sentido, todo lo que sea permitir que la
educación reciba el impacto de la injusticia social o de prejuicios sexistas o
racistas no es más que alimentar diversas degradaciones del ser humano. Por eso
la percepción (ampliamente difundida entre todos los sectores sociales y
educativos) de que la escuela no es sino el reflejo de la sociedad olvida –o
hace que olvida- que la educación no debe limitarse a reflejar la sociedad,
sino que ha de aspirar a transformarla y mejorarla. ¿Excesivo idealismo? Antes
de enfrentarnos a esta pregunta recordemos qué tal nos está yendo con el
“realismo” de quienes niegan a gran parte de la humanidad el derecho a la
educación (y de paso todos los derechos humanos…)
El hombre, en fin, representa un proyecto de vida global y
sagrado, y por eso la defensa de los Derechos Humanos no se sitúa en una cómoda
indiferencia moral –una posición entre otras-, sino que ha de aspirar a
convencer mediante la demostración de su superioridad moral. Si esto nos llega
a parecer “absolutista” o “totalitario” es que, a lo mejor, resulta que estamos
presos en las redes de una concepción liberal –“todo es relativo”- que impide la plena realización de ese
proyecto global que es el hombre. ¿O es que no es cierto que cuando un niño
africano se muere de hambre hemos podido quedarnos sin un posible Beethoven?
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EL DERECHO AL TRABAJO
Y LOS JUSTOS DE ÚLTIMA HORA
Luis Martínez de Velasco
En la ya clásica obra de Peter
Weiss Marat / Sade, el jesuita radical Jacques Roux, tras desmontar las
falacias burguesas de una libertad, una igualdad y una república que han quedado
vaciadas de contenido y reducidas a espantajos retóricos, dice, refiriéndose a
los ricos, que se han aprovechado de los logros de la revolución, algo así como
esto: “¡Y ahora vosotros ponéis el grito en el cielo ante los desmanes de unas
clases pobres que llevan demasiado tiempo sufriendo! ¡Ahora apeláis a la
justicia y la sensatez! ¡Sois justos de última hora!” Suele ocurrir muy a
menudo. Los desmanes de los pobres –que los hay- no pueden comprenderse sin
echar la vista al proceso, a veces extraordinariamente largo, por el que los
humildes y desfavorecidos han sufrido muchas, muchísimas décadas de hambre y de
sufrimiento. Hemos de fijar nuestra atención en toda la “película” de los
acontecimientos, no solamente en la última “fotografía”. Y esto es lo que viene
a recordarnos Roux, el jesuita que encabeza la facción radical de los
“indignados” (enragés)[1]
Algo bastante parecido está
sucediendo actualmente con el asunto de la huelga general promovida por las
centrales sindicales y las organizaciones de ciudadanos empobrecidos por las
medidas del gobierno del Partido Popular. Al calor de una impetuosa ola de
neo-conservadurismo agresivo basado, entre otros elementos, en el denominado
“modelo de Leontiev”, que defiende la necesidad de garantizar unos beneficios
empresariales que habrán de ser reinvertidos –se supone- en nuevos puestos de
trabajo, el gobierno español se obsesiona con el control del déficit público,
requisito indispensable para que baje la prima de riesgo y poder recibir
créditos del exterior que a su vez hagan posible, por mediación de créditos
otorgados por bancos españoles, la puesta en marcha del proceso beneficios-inversiones.
Ello supone, obviamente, un crecimiento inusitado de medidas empobrecedoras y
represivas tendentes a mantener a la población sometida y atemorizada[2]
Éste es el marco real en el que
nos movemos y dentro del cual se desarrolla el asunto de la huelga general (la
décima desde 1978)[3]. Y uno de los motivos
recurrentes que podemos encontrar ante la convocatoria de esta y de cualquier otra
huelga convocada por los trabajadores no es otro que el famoso derecho al
trabajo. La intencionalidad y los métodos seguidos por quienes demuestran un
repentino respeto a ese derecho son perfectamente conocidos. Mediante la
apelación al derecho al trabajo se intenta no sólo descabezar la unidad de la
huelga (apelando al “yo, a lo mío” de quien, pese a todo y atendiendo
exclusivamente a su provecho personal, quiere acudir a su trabajo), sino
también dejar sin efecto cualquier actividad informativa por parte de los
piquetes informativos. Estos piquetes, que a juzgar por los medios de
comunicación de la derecha y la ultraderecha están compuestos por “chulos y
violentos” –Carlos Herrera dixit-, no hacen más que informar y discutir con
aquellos que desean acudir a su trabajo, que –cosa curiosa- no quieren ni oír
hablar del asunto, ¡llegando a taparse
los oídos!
“¡Sois justos de última hora!”
recordaba Jacques Roux a los ricos y burgueses franceses de su tiempo. Ahora
puede decirse algo muy parecido. Los que se acuerdan hoy del derecho al trabajo
olvidan que ese mismo derecho asiste todos los días del año a quienes quieren
trabajar y no pueden. Y esa falta de trabajo no recae ni en sindicatos ni en
gobiernos socialistas (aunque ni uno ni otro están libres de toda culpa), sino
de un mecanismo ciego y absurdo como es el mercado. Que alguien pueda trabajar
o no, que su trabajo sea más o menos precario, que trabaje aquí o allí, en esto
o en lo otro, con más o menos salario, con mayor o menor peligrosidad, etc.,
todo eso depende de un mecanismo aleatorio –la verdad es que no tan aleatorio-
cuyos movimientos y decisiones no tienen nada que ver ni con las necesidades
sociales ni con una demanda de justicia mínimamente decente. El trabajo es un
derecho absoluto que todo ser humano tiene por el mero hecho de haber nacido.
No puede depender de la “suerte” ni del juego de intereses de individuos
lejanos y extraños. Pero es un derecho que asiste al género humano durante todo
el año, no sólo en el día de la huelga. Ésta aspira precisamente a cancelar la
lógica perversa del modo de producción capitalista. De ahí ese repentino
cuidado liberal al derecho al trabajo y de ahí también una presencia policial
que no pocas veces es la responsable de los disturbios callejeros (si no, ¿por
qué demonios algunos van encapuchados?).
Los “justos de última hora” se
rasgan las vestiduras. Defienden el derecho al trabajo mediante un modelo
social y económico que destruye trabajo y mina profundamente, por medio del
miedo, la capacidad de reacción de los que aún lo tienen. “Si secundas la
huelga mañana te vas a la calle”, vienen a avisar los empresarios liberales a
sus trabajadores, cuyos contratos temporales funcionan como unos grilletes
puestos en sus manos. La verdad es que no sabemos cuánto durarán estos justos
de última hora, pero podemos sospechar que desaparecerán de la historia tan
silenciosa, ventajista y cobardemente
como han entrado. Como pasos sin huellas.
MADRID. 14 de noviembre de 2012.
[1] Entre nosotros sobresalen dos ejemplos
impresionantes. Por un lado, Mariano José de Larra: “Asesinatos por asesinatos,
ya que ha de haberlos, estoy por los del pueblo”. Y, por otro, el poeta Miguel
Hernández: “Cierra la puerta, echa / la aldaba, carcelero. / Ata duro a ese hombre.
/ No le atarás el alma. /
2 Ver, en este sentido, el importante artículo de
Félix Ovejero “Inquietantes razones contra la huelga”, en el diario El País del 6 de diciembre de 2012, p.
33.
3 Que vienen a
desglosarse así: la primera tuvo lugar con el gobierno de UCD (1978). Las
cuatro siguientes, con el gobierno del PSOE (1985, 1988, 1992 y 1994), la
siguiente, con el del PP (2002), las dos siguientes, con el del PSOE (2010 y
2011), y las dos más recientes, con el del PP (29-M y 14-N de 2012). Hemos
dejado de lado la huelga de 1981,
convocada con motivo del intento de golpe de Estado de Miláns y Tejero,
y la de 2003, convocada con motivo de la
guerra de Irak apoyada por el gobierno del PP. Por lo tanto, no se trata de
caprichos de los sindicatos ni de malévolas maniobras izquierdistas. El sentido
general de las diez convocatorias de huelga ha sido siempre el mismo: la
defensa de un nivel de vida digno
para los miembros más desfavorecidos de la sociedad.
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¿TIENE PENSAMIENTO PROPIO LA DERECHA DE
ESTE PAÍS?
A propósito de algunas lecturas de un panfleto llamado “La Razón ”
Luis Martínez de Velasco
Nadie
puede ya negar que estamos inmersos en una de las más graves crisis del modo de
producción capitalista. Y no se trata sólo de una crisis económica, política y
social (y, desde luego, también moral). Estamos asistiendo asimismo, por efecto
de la onda expansiva de las anteriores, a una crisis general de pensamiento.
Podríamos denominarla una crisis filosófica, más concretamente filosófico-política.
Si,
como dice bien José Antonio Marina, la ética es la culminación de la inteligencia,
puede afirmarse que el pensamiento ilustrado
es el encargado de reflejar el proceso que conduce a tal culminación. Ahora
bien, Rousseau es ilustrado, Locke y Hume también, como Voltaire, Montesquieu y
tantos otros. ¿Quiere decir esto que coinciden sus pensamientos? La verdad es que
ni siquiera comparten ciertos conceptos decisivos. Así, por ejemplo, tanto
Locke como Montesquieu elevan la propiedad privada a rasgo decisivo e intocable
de la Ilustración
hasta hacer de ella un derecho de igual rango que el derecho a la vida o la
libertad, mientras que Rousseau la hace depender de la noción de justicia
colectiva. En este sentido, tanto al preservar a todo trance el derecho de
propiedad privada como al caracterizar al individuo y su voluntad inmediata (y
opaca) como instancia absoluta, el pensamiento liberal, una vez obtenido cierto
nivel de desarrollo, tiene que oponerse
al proyecto ilustrado, vertebrado precisamente en torno a la superación tanto
del individuo como de su propiedad privada.
El
actual pensamiento liberal –con Rorty a la cabeza- representa la profunda
ruptura registrada en el interior de la Ilustración Es más: la deriva en la que
se halla actualmente embarcado dicho pensamiento posibilita unos ataques crecientemente
virulentos hacia todo lo que connote idealismo y universalidad, auténticas señas
de identidad del pensamiento ilustrado. La oposición entre liberalismo e
ilustración es total y, hoy por hoy, muy difícilmente restañable.
La
bandera liberal ha sido recogida en nuestro país por la más rancia derecha política.
A base de argucias tendentes a emborronar la frontera que separa liberalismo
económico y liberalismo político, los términos “liberalismo” y “capitalismo”
han terminado fundiéndose en una sola estructura. Y esta estructura se conserva
y perpetúa –y ésta es la tesis del presente escrito- no a base de valores
racionales y universales –cosa que, en realidad, es imposible- sino de al menos
seis elementos que constituyen la más
clamorosa negación del pensamiento. Vayamos uno por uno.
Empirismo del “sentido común”. Uno de los principales
pilares de los actuales planteamientos liberales consiste en ajustar a la baja
en todo lo posible la visión del mundo, lo que hace posible tildar de ingenuo,
delirante o majadero, cuando no de siniestro y totalitario, cualquier horizonte
conceptual que rebase la esfera de los hechos empíricos, tomados como
inmediatos y “naturales”, es decir, sin haber sido producidos o mediatizados
por la acción de los hombres. El desprecio liberal mostrado hacia todo lo que
signifique política o ideología, el cinismo del “esto es lo que hay”, son
emblemáticos de los planteamientos de la derecha de este país[1]. (El ministro Wert, por ejemplo, niega todo carácter ideológico
a su reforma educativa, mientras que otros miembros del actual gobierno liberal
hablan del mercado como si se tratara de “puro sentido común”).
Respeto a las sacrosantas tradiciones. Como uno de los resultados
de lo recién señalado, el pensamiento liberal tiende instintivamente a apartar
la mirada del futuro y a fijarla en el pasado. Por eso términos como “patria”, “clases
sociales”, “propiedad privada”, es decir, realidades ya hechas y consolidadas
por la tradición, constituyen los elementos irrebasables de su argumentario.
(Por cierto, cuando la patria es España, todo va bien, pero cuando es Cataluña,
por ejemplo, la cosa cambia. Por eso la astucia liberal recomienda cambiar
“España” por una “Constitución”… a la
que se supone inamovible).
Pesimismo
antropológico. Lo afirmó en su día en una entrevista a TV uno de los
representantes derechistas más avispados de este país, Gabriel Albiac, al
afirmar que la clave de todo pensamiento liberal sobre la sociedad consiste en aceptar
en su integridad el dictum hobbesiano de que “el hombre es un lobo para el
hombre”. Como es fácilmente comprensible, tal punto de partida –compartido,
entre muchos otros, por un psicólogo de moda como Steven Pinker- limita de
forma decisiva el alcance de todo desarrollo conceptual posterior haciendo
imposible no sólo pensar una superación del individualismo burgués, sino, sobre
todo, establecer una base racional y universal para la convivencia social. Con
su habitual estulticia, Jiménez Losantos viene a decir lo mismo: “Yo, como buen
liberal, desconfío por sistema de mis congéneres”.
Aferramiento marrullero a las contradicciones y ambigüedades
del proyecto ilustrado. Aquí el discurso liberal toma bríos y se desarrolla en
términos rotundos y sarcásticos. Aprovechando las innegables fisuras del
pensamiento ilustrado, despliega un discurso resentido que tiene como objetivo
mostrar las debilidades del “enemigo”, mostrando sus ambigüedades y contradicciones.
Las incoherencias personales, los enriquecimientos ilícitos, los tropezones
verbales, etc., son todos ellos pasto para la prosa de la prensa y los
programas radiofónicos de la derecha. (Por cierto, haría bien el pensamiento
ilustrado en no intentar copiar en esto a la derecha intentando ocultar bajo la
alfombra todas sus negatividades. La autocrítica, como decía Gramsci, no
debilita, sino que hace más fuerte).
Fijar la
vista en los ejemplos negativos de los “enemigos”. Estrechamente vinculado al
punto anterior. La repetición hasta la náusea del episodio de Paracuellos, por poner
un ejemplo reciente, incluso hasta después del fallecimiento de Santiago
Carrillo, es una buena muestra de ello. Han tenido que ser unos cuantos
historiadores honestos (Viñas, Fontana, etc.) los encargados de poner las cosas
en su sitio. Y es que, por otro lado, no es difícil demostrar que si en el
bando republicano hubo canalladas, muchas más canalladas se hicieron en el
bando fascista.
Desenfoque sistemático de cualquier situación complicada o
ambigua. Cuando viene a darse una situación complicada o ambigua –una decisión
judicial, una intervención más que discutible de la policía en una
manifestación, un acto cultural del signo que sea- no falla: la prensa o los
programas radiofónicos liberales toman partido sin excepción por los
planteamientos más reaccionarios por muy abominables que sean. (planteamientos
según los cuales nos policías (¡encapuchados!) tuvieron que defenderse de las
hordas anarquistas y comunistas, los padres que quieren menos religión en la
educación de sus hijos aspiran en realidad a hacerlos descreídos, materialistas
y ateos, los jueces que critican la feroz práctica
bancaria de los desahucios están haciendo política sospechosa, etc.)
Todo lo afirmado hasta aquí no es una diatriba o un mero
insulto. Ni siquiera es un intento de reducción de los pensadores liberales a
un cúmulo de incoherencias o ambigüedades (pues caeríamos nosotros mismos en lo
señalado en el cuarto punto). Hay pensadores liberales que son conscientes de
que sus posiciones no pueden basarse en la debilidad de los adversarios (tal y
como señalaba noblemente Ortega). Pero, por lo que se refiere a este país,
mucha ideología liberal se ha desarrollado a contrapelo, sin construir
auténticos modelos de acción racional, sino limitándose a apelar al terror o a
hollar, una y otra vez, los senderos de la tradición. Por lo demás, el
resentimiento y el sarcasmo nunca han sido buenos consejeros a la hora de
pensar.
NB: Por eso mismo lo peor y más catastrófico que podría
ocurrir sería que la izquierda imitara a la derecha y se enrocara en unas
posiciones que nada tienen que ver con el pensamiento de la Ilustración.
[1] Ver, en este sentido, el importante artículo
de Fernando Vallespín titulado “Crítica de la razón cínica”, en El País del 7 de diciembre de 2012, p.
15.
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MORAL Y POLÍTICA: ¿UNA AMISTAD IMPOSIBLE?
Luis Martínez de Velasco
Ya el filósofo Platón se percató de que la causa principal
de que no hubiese en su tiempo una sociedad pacífica, justa y racional era el
fortísimo individualismo imperante, la prevalencia de la propiedad privada, de
“lo mío y lo tuyo”. Por culpa de esto, observa Platón, los individuos se
dedican “a atacarse y cocearse entre ellos, teniendo la vista fija en las cosas
que se pueden ver y tocar en lugar de elevar la mirada hacia el verdadero Ser
que los hace racionales”. Este Ser no es otro que el bien común. Platón recurre
a un viejo mito órfico para ilustrar su posición en este sentido, el mito de
Hermes. Para hacer que cesen las disputas entre humanos Zeus manda a Hermes que
introduzca la capacidad de razonar entre los humanos, con la doble condición de
que tal capacidad sea exactamente igual para todos y de que a ella deban supeditarse
todos las habilidades y conocimientos técnicos de cada individuo. Queda así sellada, a través del mito de
Hermes, la indisoluble identificación entre política y razón universal, es
decir, entre política y moralidad.
Aristóteles,
como buen realista, reniega de toda esta construcción basada en ideas y se
limita a constatar el estado real de su sociedad, jerárquica y esclavista. Con
ello resuelve a su manera ese individualismo auto-destructivo que tanto
preocupaba a Platón. Por eso la noción aristotélica de “bien común” es una
noción vertical y profundamente injusta. Y es esa misma noción la que hereda
casi todo el pensamiento cristiano de la Edad
Media , desde san Agustín, del siglo IV (Dios permite la
injusticia social para conseguir un bien superior, desconocido para los
hombres) hasta santo Tomás, del siglo XIII (Dios prefiere el orden vertical
entre los humanos porque los ha creado desiguales desde el punto de vista de su
capacidad).
Del siglo XV
en adelante tienen lugar varias revoluciones filosóficas y políticas. Unas, de
corte cristiano dependiendo de un regreso a los Evangelios –olvidados durante
siglos- y sus fortísimas críticas a la propiedad privada y la codicia como
elementos corruptores de la sociedad que ofenden a Dios (recordemos la obra de Tomás
Moro). Otras, de corte más mundano,
hacen hincapié en la necesidad de desvincular la reflexión sobre la sociedad
humana de cualquier preocupación religiosa. Dentro de esta línea se observan
dos tendencias. Por un lado, una tendencia liberal que defiende la
desvinculación de la reflexión política de todo tipo de reflexión moral, despectivamente
concebida como una derivación teológica (y aquí vemos a Maquiavelo y su consejo
de tratar la política como una “ciencia” libre de sentimientos morales) y, por
otro lado, una tendencia ilustrada que, si bien desvincula teología y política,
hace depender a ésta –en clave platónica- de una determinada concepción moral
basada en un bien común universal e igualitario (aquí tendríamos a Rousseau).
Por eso la primera tendencia es individualista y sitúa la libertad y la
propiedad privada por encima de todo, mientras que la segunda coloca la
racionalidad y el colectivo por encima del individuo.
En la
realidad de los hechos sociales de los siglos XVIII y siguientes viene a
imponerse la primera de las tendencias, la liberal, pues encaja mucho mejor con
los intereses objetivos de la clase burguesa. Pero esta tendencia lleva en su
interior una contradicción irresoluble, como si dijéramos una “bomba de
relojería”, pues hay que unificar política
(democracia) y economía (capitalismo), elementos que se desarrollan en
direcciones opuestas. Con el paso del tiempo, la única forma de acabar
articulando ambas piezas es ir vaciando poco a poco la esfera de la política de
valores universales y de elementos morales hasta dejarla reducida a una defensa
abstracta de la libertad individual, lo que la hace compatible con cualquier
contenido registrado en la esfera del capitalismo (por ejemplo, si alguien
resulta explotado por otro a] no viene al caso juzgar esto en términos de
“moral” o “inmoral”, puesto que b] es el resultado de una libertad vacía
ejercida por el individuo explotado).
Naturalmente,
las cosas no suceden de un modo tan sencillo ni tan rápido. Durante el siglo XIX las clases trabajadoras
van ganando conciencia lentamente y
empiezan a organizarse de manera cada vez más firme. Lo primero que hacen, por
decirlo así, es criticar a la burguesía echándole en cara el incumplimiento de
su propio programa. ¿Dónde está la democracia prometida? ¿Para qué promulgar
unos derechos del hombre y del ciudadano si se ven sistemáticamente conculcados
por aquellos que los promulgan? ¿Qué queda de aquella moral que se presentaba
como el “rostro racional” de las clases burguesas? Es muy interesante observar
que en el momento en que la burguesía abandona el carácter universal y moral de
la política, las clases trabajadoras asumen dicho carácter haciendo de él la
bandera de sus primeras acciones políticas y sindicales.
Llegan el siglo
XX y sus urgencias. Las circunstancias,
numerosas y muy complejas, hacen que la ideología de los trabajadores, el
marxismo, sólo parezca poder producir experimentos históricos que muy pronto
reflejan deformaciones y perversiones que acaban hundiendo –aparentemente- la posibilidad de aquel ideal de una sociedad
justa y racional que, como semilla platónica, ha germinado y crecido por entre las
diferentes reflexiones idealistas habidas a lo largo de la historia.
Hoy en día, el “realismo” político no es
en realidad más que el reflejo ideológico (¡no “científico”!) de una clase
burguesa que, sabiéndose una clase usurpadora, explotadora e ilegítima (piénsese,
por ejemplo, en el filósofo Richard Rorty), intenta perpetuar a todo trance el
impulso maquiavélico de separar política de moral con el objeto de adecuarla a
sus intereses de clase.
El siglo XXI,
como dice un creciente número de intelectuales y científicos sociales, es el
siglo de la conciencia. La tarea que ha de proponerse ésta es larga y muy
compleja, pero absolutamente ineludible. Se trata, básicamente, de volver a
pensar la política en términos morales, es decir, como aquella serie de valores
y compromisos que nos permiten despertar y recuperar una dignidad que, como
horizonte utópico, nunca abandona nuestra mirada. No existe ninguna “evidencia”
ni ninguna “complejidad funcional” que justifiquen el abandono de aquel ideal
platónico de control democrático de la realidad social. La política es mirar el
mundo con ojos cargados de exigencia moral.
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INAUGURACIÓN CLUB DE DEBATE
PRESENTACIÓN DEL LIBRO “LA RAZÓN RECUPERADA”
AUTOR: Luis Martínez de Velasco
(nuestro profesor de Filosofía)
(nuestro profesor de Filosofía)
MODERADOR: Eduardo Sotillos
8 octubre, 18.30 horas
Agrupación Socialista de Getafe
Ficha descriptiva del desarrollo de la jornada:
1) Inauguración del Club de Debate: Sara Hernández (15’).
Realizará una bienvenida y saluda a los participantes y asistentes, posteriormente explicará los objetivos e intenciones del Club de Debate, para ello contará con un texto que recogerá dicha información.
2) Presentación de los participantes e introducción del libro: Javier Ollero (15’).
Realizará una breve descripción del perfil y trayectoria profesional de Eduardo Sotillos y Luis Martínez de Velasco, para ello dispondrá de una breve reseña de los curriculum de ambos.
3) Intervención Eduardo Sotillos: realizará una breve introducción del libro, así como reflexiones y comentarios relacionados con su contenido, se le facilitará también un texto previamente preparado que se le enviará por correo electrónico, igualmente vamos a intentar enviarle el libro antes del acto para que pueda consultarlo y conocerlo previamente .(15’)
4) Intervención de Luis Martínez de Velasco, presentación del libro. (20/25’).
El objetivo es a partir de esta intervención se establezca un diálogo entre Eduardo y Luis sobre los temas abordados en el libro.
5) Debate
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