MORAL Y
POLÍTICA: ¿UNA AMISTAD IMPOSIBLE?
Ya el filósofo Platón se percató de
que la causa principal de que no hubiese en su tiempo una sociedad pacífica,
justa y racional era el fortísimo individualismo imperante, la prevalencia de
la propiedad privada, de “lo mío y lo tuyo”. Por culpa de esto, observa Platón,
los individuos se dedican “a atacarse y cocearse entre ellos, teniendo la vista
fija en las cosas que se pueden ver y tocar en lugar de elevar la mirada hacia
el verdadero Ser que los hace racionales”. Este Ser no es otro que el bien
común. Platón recurre a un viejo mito órfico para ilustrar su posición en este
sentido, el mito de Hermes. Para hacer que cesen las disputas entre humanos
Zeus manda a Hermes que introduzca la capacidad de razonar entre los humanos,
con la doble condición de que tal capacidad sea exactamente igual para todos y
de que a ella deban supeditarse todos las habilidades y conocimientos técnicos
de cada individuo. Queda así sellada, a
través del mito de Hermes, la indisoluble identificación entre política y razón
universal, es decir, entre política y moralidad.
Aristóteles, como buen realista,
reniega de toda esta construcción basada en ideas y se limita a constatar el
estado real de su sociedad, jerárquica y esclavista. Con ello resuelve a su
manera ese individualismo auto-destructivo que tanto preocupaba a Platón. Por
eso la noción aristotélica de “bien común” es una noción vertical y
profundamente injusta. Y es esa misma noción la que hereda casi todo el
pensamiento cristiano de la Edad Media , desde san Agustín, del siglo IV (Dios
permite la injusticia social para conseguir un bien superior, desconocido para
los hombres) hasta santo Tomás, del siglo XIII (Dios prefiere el orden vertical
entre los humanos porque los ha creado desiguales desde el punto de vista de su
capacidad).
Del siglo XV en adelante tienen lugar
varias revoluciones filosóficas y políticas. Unas, de corte cristiano
dependiendo de un regreso a los Evangelios –olvidados durante siglos- y sus
fortísimas críticas a la propiedad privada y la codicia como elementos
corruptores de la sociedad que ofenden a Dios (recordemos la obra de Tomás
Moro). Otras, de corte más mundano,
hacen hincapié en la necesidad de desvincular la reflexión sobre la sociedad
humana de cualquier preocupación religiosa. Dentro de esta línea se observan
dos tendencias. Por un lado, una tendencia liberal que defiende la
desvinculación de la reflexión política de todo tipo de reflexión moral,
despectivamente concebida como una derivación teológica (y aquí vemos a
Maquiavelo y su consejo de tratar la política como una “ciencia” libre de
sentimientos morales) y, por otro lado, una tendencia ilustrada que, si bien
desvincula teología y política, hace depender a ésta –en clave platónica- de
una determinada concepción moral basada en un bien común universal e
igualitario (aquí tendríamos a Rousseau). Por eso la primera tendencia es
individualista y sitúa la libertad y la propiedad privada por encima de todo,
mientras que la segunda coloca la racionalidad y el colectivo por encima del
individuo.
En la realidad de los hechos sociales
de los siglos XVIII y siguientes viene a imponerse la primera de las
tendencias, la liberal, pues encaja mucho mejor con los intereses objetivos de
la clase burguesa. Pero esta tendencia lleva en su interior una contradicción
irresoluble, como si dijéramos una “bomba de relojería”, pues hay que unificar política (democracia) y
economía (capitalismo), elementos que se desarrollan en direcciones opuestas.
Con el paso del tiempo, la única forma de acabar articulando ambas piezas es ir
vaciando poco a poco la esfera de la política de valores universales y de
elementos morales hasta dejarla reducida a una defensa abstracta de la libertad
individual, lo que la hace compatible con cualquier contenido registrado en la esfera
del capitalismo (por ejemplo, si alguien resulta explotado por otro a] no viene
al caso juzgar esto en términos de “moral” o “inmoral”, puesto que b] es el
resultado de una libertad vacía ejercida por el individuo explotado).
Naturalmente, las cosas no suceden de
un modo tan sencillo ni tan rápido.
Durante el siglo XIX las clases trabajadoras van ganando conciencia lentamente y empiezan a organizarse de manera
cada vez más firme. Lo primero que hacen, por decirlo así, es criticar a la burguesía
echándole en cara el incumplimiento de su propio programa. ¿Dónde está la
democracia prometida? ¿Para qué promulgar unos derechos del hombre y del
ciudadano si se ven sistemáticamente conculcados por aquellos que los
promulgan? ¿Qué queda de aquella moral que se presentaba como el “rostro
racional” de las clases burguesas? Es muy interesante observar que en el
momento en que la burguesía abandona el carácter universal y moral de la
política, las clases trabajadoras asumen dicho carácter haciendo de él la
bandera de sus primeras acciones políticas y sindicales.
Llegan el siglo XX y sus urgencias. Las circunstancias, numerosas y muy
complejas, hacen que la ideología de los trabajadores, el marxismo, sólo
parezca poder producir experimentos históricos que muy pronto reflejan
deformaciones y perversiones que acaban hundiendo –aparentemente- la posibilidad de aquel ideal de una sociedad
justa y racional que, como semilla platónica, ha germinado y crecido por entre
las diferentes reflexiones idealistas habidas a lo largo de la historia.
Hoy en día, el “realismo” político no es
en realidad más que el reflejo ideológico (¡no “científico”!) de una clase
burguesa que, sabiéndose una clase usurpadora, explotadora e ilegítima
(piénsese, por ejemplo, en el filósofo Richard Rorty), intenta perpetuar a todo
trance el impulso maquiavélico de separar política de moral con el objeto de
adecuarla a sus intereses de clase.
El siglo XXI, como dice un creciente
número de intelectuales y científicos sociales, es el siglo de la conciencia.
La tarea que ha de proponerse ésta es larga y muy compleja, pero absolutamente
ineludible. Se trata, básicamente, de volver a pensar la política en términos
morales, es decir, como aquella serie de valores y compromisos que nos permiten
despertar y recuperar una dignidad que, como horizonte utópico, nunca abandona
nuestra mirada. No existe ninguna “evidencia” ni ninguna “complejidad
funcional” que justifiquen el abandono de aquel ideal platónico de control democrático
de la realidad social. La política es mirar el mundo con ojos cargados de
exigencia moral.
GETAFE, 20
de junio de 2012.
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